sábado, 17 de septiembre de 2016

De Thomas Mann a Federico Fellini


Resulta que lo mejor de Fellini es su enorme expresionismo mezclado con un surrealismo literario y psiquiátrico a la vez. La imagen artística que nos ofrece de la realidad humana, aislada completamente de la naturaleza, imaginada por la mente de un artista, se inscribe directamente en el mejor manierismo, desde El juicio final, El entierro del señor de Orgaz y la obra del Parmigianino y Arcimboldo, hasta las oscuridades de Goya, los sueños de Dalí y la novela conceptista del siglo XX, pasada por el tamiz de las vanguardias. Ni El castillo, de Kafka, ni Muerte en Venecia faltan a la cita que Fellini establece, por lo menos en la segunda parte de su carrera, con el afán europeo de comprender la decadencia, cantarla como algo sublime y casi religioso y, al comprenderla, colocarla dentro de las [sic] famosas paréntesis eidéticas de Husserl y tirarla por la borda. Por la borda por la que Fellini parece haber querido tirar aquel continuismo habsbúrgico que otorga un matiz imperial, trágico y crepuscular al final del siglo pasado y al comienzo del nuestro. Ya que se trata, precisamente, de una nave. La tierra misma es una nave y es posible que el simbolismo vienés tenga en Fellini una intención ecuménica, en un momento en que una explosión nuclear indeseada y accidental pueda acabar con nosotros. Pero existe también la posibilidad, viendo Y la nave va y estableciendo ciertos paralelismos literarios inevitables, como también filosóficos, de que este final no sea sino parcial y que el simbolismo del "espacio de Viena", tan presente en la película, no sea sino un pesimismo irónico relacionado con el fin de algo y con el principio de otra cosa, según Juan Bautista Vico y todas las interpretaciones cíclicas de la historia. En este caso, Fellini aparecería como un profeta. Y no sé si es esta su intención, ya que lo que podríamos llamar "el mensaje" felliniano se me antoja tan secreto como la personalidad humana de este poeta tan crepuscular y tan primaveral a la vez.

Se trata, en la película, de un grupo de personas que acompañan el cadáver de una famosa cantante, cuyo último deseo había sido el de que sus amigos tiren sus cenizas cerca de una isla, en el Adriático. Es gente perteneciente a la nobleza europea, al mundo de la música, hay un poeta también perdido en este manicomio, un periodista encargado de contar la historia de la travesía a su periódico y, más tarde, en pleno mar, aparecen unos gitanos servios mezclados con anarquistas relacionados con el atentado de Sarajevo, y que añaden su nota de romanticismo primitivo, musical también, pero de otro origen, a la flotante, rara y decadente compañía. Surge un barco de guerra austríaco que busca a los rebeldes y pide al capitán su entrega. Un príncipe austríaco también, ex amigo de la cantante fallecida y que se encuentra a bordo de la nave, interviene, y el viaje puede continuar hasta que tenga lugar la fúnebre ceremonia, ante la isla que se alza, fantástica, irreal, o surrealista, al cabo del horizonte. Una vez terminado el ritual, vuelve a aparecer el acorazado austríaco, intimando otra vez la entrega de los anarquistas servios. Y es cuando sucede el desastre final. Una bomba, lanzada por un gitano, prende fuego al gigantesco artefacto de guerra, sus cañones se disparan solos, disparados por las llamas, y todo el mundo, los decadentes, sofisticados y musicales viajeros, como también el acorazado, se hunde en las aguas y solo el periodista, junto con un rinoceronte que se encontraba a bordo, logran salvarse, con el fin de que el primero cumpla con su deber de información y el segundo con su deber de poner a salvo los derechos de la grotesca vida natural.

Parece poco, contado así, pero es mucho, como todo Fellini fiel a sí mismo, ya que es el cineasta quizá más completo y más representativo del cine europeo, portavoz de una conciencia que puede ser, al fin y al cabo, deseo de representar lo que sucede con nosotros, y también lo que podemos hacer para corregirnos y salvarnos. Tirarlo todo por la borda, como en la sugerencia metafísica de Husserl, puede constituir uno de los justificantes más evidentes de la película. Siendo el otro el arte por el arte, tan poderoso como el primero, ya que Fellini es un poeta y es en la riqueza y armonía de su lenguaje donde se encuentra su clave formal. ¿Qué es lo que permanecería de la belleza de las Elegías de Duino sin la belleza del lenguaje y la perfección de la forma?

Y el lenguaje de Fellini está en sus imágenes, que, con el tiempo, en la memoria del espectador, se transforman en arquetipos, como tantas de las bellezas visibles que él creó en Casanova o en el Satiricón o en Prueba de orquesta, películas que definen al Fellini de su segunda fase y la mejor de su creación y en la que podemos insertar Y la nave va. Los cantantes organizando todo un concurso de virtuosidad ante los fogoneros, en el antro más profundo de la nave; o la aparición del acorazado, auténtico momstruo surgiendo desde las profundidades, como desde una pesadilla, como todo lo que es exterior, invención permanente de Fellini, creación en el estudio ("la pittura è cosa mentale", solía decir Leonardo, en este caso el cine también, arte en el sentido semántico de la palabra, virtuosidad, de areté), pintura y escultura, música e imagen, como en las óperas de Wagner, el multidisciplinario y soteriológico. Es posible que Fellini intente también, como el compositor alemán, salvar a Italia y a Europa. Las visiones que crea son realmente entusiasmantes, yo gozo de ellas como ante un genial fuego de artificios, tengo ganas de reír, ya que no sé cómo mejor expresar mi entusiasmo ante tanta barroca y surrealista maestría que trata de purificarnos, quitarnos de encima los restos anímicos del espacio de Viena, tan ocultos y tan presentes en nosotros. Cuando escucho a Mitterrand, por ejemplo, o cuando veo caminar a la señora Thatcher o sonreír a Felipe González, o leo las palabras de Craxi y miro los saltitos saltimbanquis y seniles de Pertini o la cara decadente y corrompida, vienesa también, de Olof Palme, quiero huir y esconderme porque todos ellos crean en mí complejos de descomposición y pesadilla. Y lo europeo no es sólo esto, pero nadie quiere explicármelo en un lenguaje político, de manera que solo me quedan estos pasitos, estas palabritas, este estilo medio bizantino que huele a putrefacción y a "cuir de Russie". El cineasta lo que pretende, ya que ha leído a Jung y sabe lo que es un arquetipo y lo que significa el inconsciente colectivo, es limpiar nuestra interioridad, sacarnos de la mente el elegante afán de decadencia que hemos heredado del espacio más gracioso e inolvidable situado dentro de nuestra enfermedad, que es Viena y lo habsbúrgico. En cuanto logremos eliminarlo sin prejuicios y dejarlo hablar sólo en los libros de historia, como un espléndido mal del que todos padecemos volens nolens, entonces quizá la nave misma desaparezca de nuestros sueños, ya que el fin que perseguimos la mayor parte de sus viajeros no es asistir a un funeral, ni siquiera artístico, sino seguir creando vida.

Pero todo esto, me dirán ustedes, está en Muerte en Venecia. Y es verdad, hasta cierto punto. Quiero decir en la novela de Thomas Mann y no en la falsificación cinematográfica de Visconti, donde los vicios del director figuraban en el primer plano de un asunto que sobrepasaba aquellas nimiedades. Visconti pintó un bello cuadro inspirado en Thomas Mann, pero detrás del lienzo se agitaban los monstruos políticos y eróticos de Visconti. La explicación de la belleza, según Thomas Mann, el artista mismo no la encontrará sino en la muerte, complemento inequívoco de todo esfuerzo vital, entrada en la verdad. Quien se acerca a la vedad en la película de Fellini es el periodista, el único out-sider en medio del drama, y este se salvará, junto con el rinoceronte. Es posible comprender, no solo muriendo, sino también –y esto me parece muy italiano—salvándose, después de haber asistido a la lección de la muerte. Morir es expresionista. Sobrevivir puede ser europeo, pero esto implica un afán y una inteligencia casi supremos y últimos, como es el esfuerzo que realiza el periodista, salvando del desastre al animal prehistórico y llevándolo hacia la orilla, mientras las dos facetas de lo habsbúrgico, el [sic] militar y el artístico, se están hundiendo en el mar por su propia culpa, en una especie de suicidio, que fue el símbolo austríaco y europeo de la Primera guerra Mundial.

Podríamos hablar, pues, de un cine antineorrealista. ¡Qué lejos se encuentra, en efecto, Fellini, de sus primeros ensayos y de Rossellini! Y mientras Antonioni se está dirigiendo hacia una especie de sub-realismo, cargado de pesadez y de materialismo, en el sentido peyorativo que esto empieza a tener, Fellini realiza películas en su estudio, crea naturaleza, al estilo manierista de sus mejores predecesores artísticos, en un intento casi científico de crear vida en un suntuoso laboratorio. Pero utilizando para ello una imaginación y un poder que pocos artistas tienen. Los dos barcos de la película, el trasatlántico de los decadentes y el acorazado, y el mar mismo con sus colores azules y su isla fantasmal, parecida a la Isla de los muertos, de Böcklin, constituyen el marco en que se desarrolla la sinfonía crepuscular. Cuesta cierto trabajo, al principio, entrar en este mundo, pero una vez dentro el gozo es ilimitado, como en Amarcord. Una sola nota discordante, según mi criterio de crítico no-cinematográfico: hubieran podido faltar los gitanos y aquella escena de la conversión de los viajeros a la música de los primitivos, en un arrebato violento de conquista por el lado de las tinieblas auténticas o supuestas como tales. Esto lo había visto en otras películas, no de Fellini y no muy buenas. Hermann Broch, en la primera parte de Los sonámbulos, se había acercado al tema, pero la literatura ofrece otras posibilidades de desarrollo que en el cine tienen siempre la posibilidad de deslizarse hacia al romanticismo más mediocre y barato. Además, ¿por qué aparecen los gitanos junto con los anarquistas? La combinación no tiene sentido. Es un defecto de peso. Como también la conquista de la bella "demoiselle" por parte de un joven formando parte del grupo revolucionario y desapareciendo con él hacia la sombra del acorazado. No hay bastante preparación para que una escena así encuentre nuestra comprensión y resulta, además, tan dulzona y repetida como la mencionada antes. Todo esto del encuentro entre los sofisticados crepusculares y los puros supuestamente no contaminados por la civilización, no me ha convencido. Mientras todo el resto añade una conclusión a las intenciones de Thomas Mann e ilustra perfectamente lo que tendríamos que hacer antes de que un acorazado explote ante nuestras propias narices con toda la carga atómica que hoy lleva a bordo.

Vintila Horia, en El Alcázar, ¿1983?