domingo, 24 de abril de 2016

El retorno del conde reaccionario

Vuelve a hablarse del conde José de Maistre (1753-1821), autor de un libro famoso titulado "Los paseos de San Petersburgo", del que se acaban de publicar dos ediciones distintas en Italia y que ha sido considerado como una especie de Biblia de los reaccionarios europeos del siglo pasado y del nuestro; autor, también, de unas actualísimas "Consideraciones sobre Francia", destinadas en su tiempo a destruir el mito de la Revolución Francesa y que cobran un interés cada vez mayor a medida que nos estamos acercando al segundo centenario del acontecimiento, puesto que deshacen el enorme y falso andamiaje que los autores de izquierda habían edificado a su alrededor. Personaje más que curioso, incluso para su tiempo, porque perteneció durante años a la Iglesia, en calidad de católico fiel y muy papista, y a la logia masónica turinesa llamada de la "perfecta sinceridad", disuelta por el rey de Piamonte en 1791, hecho que separó al escritor de toda actividad masónica.

Entre las muchas novedades que uno descubre al leer a José de Maistre (su hermano Javier alcanzó también la fama con su libro "Viaje alrededor de mi cuarto") algunas me parecen más intensamente relacionadas con la lucha intelectual que hoy se desarrolla en el mundo. He aquí una de ellas: el hombre nace malo, debido a la caída y al pecado original, idea contraria a la de la bondad innata que defendía Rousseau y que está en la base de tantos errores, en el sector de la educación sobre todo. La diferencia es evidente: mientras para un cristiano es preciso hacer grandes esfuerzos para mejorar al hombre, con la ayuda de la Iglesia, de la escuela, de la familia, del arte, etcétera, para un revolucionario, la tarea del Estado consiste en modificar la sociedad y dejar en libertad la bondad inserta en el alma desde sus orígenes. De ahí el carácter medianamente optimista del cristiano, o del reaccionario, que sabe con precisión que la felicidad aquí abajo no es posible más que en parte y que es preciso prepararse para otro tipo de felicidad, mientras para el liberal, el socialista o el comunista la felicidad absoluta se llama paraíso terrenal y es factible hic et nunc, en una fecha que hay que preparar, pero que nunca llega. Es el realismo cristiano ante el surrealismo utópico. Bajo este aspecto, José de Maistre es tajante.

Otra idea original: el llamado "buen salvaje" rousseauniano no es un ser primigenio, fresco y puro, sino la última fase de decadencia de alguna tribu o población caída. El salvaje no es un primitivo, sino un degenerado. Idea que aparece hoy en las meditaciones de los biólogos. Por este motivo es tan difícil civilizar a los "salvajes", y el intento de hacerles adoptar cualquier forma de civilización europea supuso para ellos la destrucción.

Y en fin, la impresión que le produjo la visita a la biblioteca de Voltaire en San Petersburgo, mientras De Maistre representaba allí al rey del Piamonte. Los zares habían adquirido dicha biblioteca, cuyos libros daban pena, porque eran de autores mediocres y de poca monta, dando cuenta de la falta de talento de uno de los promotores de la Revolución, cuyo genio había consistido en escribir muchos libros (malas tragedias, burdas comedias, poesía malísima, tratados de historia mal informados, un diccionario de la filosofía hoy casi ridículo) sin dejar mucha huella. Sin embargo, la Revolución no puede prescindir de Voltaire, culpable, entre otras cosas, de haber inspirado a sus contemporáneos más ilustres el culto a la Constitución escrita, construcción artificial, elaborada pro seudointelectuales, en completo desacuerdo con las auténticas Constituciones de los pueblos, las no escritas, basadas en la tradición y en el realismo cotidiano y milenario de la sociedad. Idea que recupera más tarde Carl Schmitt (de cuya muerte acaba de cumplirse un año), y, en general, la derecha auténtica europea, heredera del pensamiento de De Maistre.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 8 de mayo de 1986



miércoles, 6 de abril de 2016

Thomas Mann y Freud


El error más grande que pudo cometer Thomas Mann en su vida de ensayista ha sido el de confundir a Freud con un "revolucionario romántico". En uno de sus ensayos,, formando parte de su libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud (Plaza y Janés, Barcelona, 1986), nos invita, en el fondo, a seguirlo por el camino de su propia autobiografía de errores, paralela a la de los aciertos realizados en su carrera de novelista, no siempre lograda, como la tetralogía José y sus hermanos, libro prolijo, pesado, lleno de símbolos bíblicos, tratando en vano de armonizar la historia con el mito y este con lo religioso, en un esfuerzo contradictorio y a menudo contraproducente, ya que aquel inmenso tinglado tenía que demostrar algo que no supo demostrar. Uno de los misterios de su vida, que permaneció oscuro, por lo menos para los no iniciados, debió de apesadumbrarlo hasta el final, y trató de liberarse en la tetralogía, como una vez Wagner en la suya, pero sin lograrlo. Aquello se quedó a nivel de pesadilla literaria, por lo menos para sus lectores no prevenidos, o poco.

De aquel derrotero infeliz se quedó Thomas Mann con ciertos prejuicios que pudieron dejar detrás de sí la impresión de que el autor navegaba en alta mar, entre las ideas más progresistas de su siglo, cuando, en realidad, y según el rumbo tan original que ha tomado la historia en este fin de siglo, aquel progresismo liberal, del que Mann gozaba alardear, se nos antoja hoy más bien conservadurista en el peor sentido de la palabra, rimando con las escorias del siglo. De manera que, mientras en el ensayo sobre Nietzsche, analizado aquí la semana pasada, el pensamiento de Thomas Mann alcanzaba interesantes puntos de vista, porque se situaba en una línea crítica sumamente actual, el dedicado a Freud ("El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno") se me antoja injusto, incompetente y fuera de juego en este momento. Vayamos por partes.

Thomas Mann cree saber que el romanticismo alemán, al tratar de continuar la Ilustración francesa, se proponía realizar una revolución, en el sentido de que, al oponerse a los valores tradicionales o religiosos, lograría ser revolucionario, en una línea destinada a llegar a los niveles más altos del desarrollo y de la libre felicidad de los seres humanos. Freud mismo hubiera sido, bajo esta luz, un romántico, puesto que llegaba a describir las profundidades del alma y a poner de relieve la importancia de lo oscuro, del mundo inconsciente, de los sueños, etcétera, partes anímicas a las que los románticos alemanes habían también aprovechado [sic], aunque desprovistos de las posibilidades deontológicas que Freud tuvo a su disposición. Es verdad que entre romanticismo y psicoanálisis existe en común esta perspectiva de nocturnidad, relacionada con el mundo inconsciente, pero no es menos verdad que los unos se sitúan en un nivel típico de su corriente, irracionalista, religiosa y tradicionalista, mientras el pensador vienés trata del inconsciente desde el punto de vista del racionalismo materialista. Sus posiciones difieren hasta tal punto que definen perfectamente las intenciones situadas en sus bases. Los románticos tratan del alma en el sentido religioso tradicional de la palabra, mientras Freud la maneja como si fuese un residuo somático. No puede haber mayor diferenciación entre los dos. Jung puede ser definido como romántico, enfocado desde este punto de vista, mientras Freud, como lo definió su discípulo, hasta cierto punto, Ludwig Binswanger, "un optimista intelectual, un naturalista". Nada más alejado de los románticos, pesimistas por antonomasia. "Está claro, escribe Binswanger en un ensayo titulado La concepción freudiana del hombre, que en lugar de la teología tenía ahora que venir la psicología; en lugar de la salvación, la salud; en lugar del sufrimiento, el síntoma; en lugar del cura, el médico, y que en lugar del sentido y del contenido de la vida, eran el placer y el no placer los que tenían que transformarse en problemas de primera magnitud." Y sabemos que ningún romántico bregó en nombre de este tipo de situaciones, ni siquiera los menos tradicionalistas.

Me pregunto, por consiguiente, ¿qué es lo que pretendía demostrar Thomas Mann a través de esta evidente confusión? Quizá la actualidad de Freud, aprovechando el retorno del romanticismo producido con el expresionismo, al que el mismo autor de Muerte en Venecia debió tanto y en un momento en que las críticas de los antiguos discípulos, tanto Jung como Adler, estaban sacudiendo los fundamentos mismos del psicoanálisis freudiano. Resulta hoy difícil explicar tan burda equivocación. El ensayo en sí, que trata más bien del romanticismo que de Freud, ha sido criticado por este de la siguiente manera: "El artículo de Thomas Mann es muy honorífico. (A lo mejor el traductor se equivoca y confunde honroso con honorífico, n.n.). Me ha dado la impresión de que se encontraba escribiendo un artículo sobre el romanticismo, al recibir la invitación de escribir sobre mí, y así contrachapeó el medio artículo, por delante y por detrás, como dicen los ebanistas, con psicoanálisis; el cuerpo es de otra madera. De todos modos, cuando Mann dice algo, siempre tiene pies y cabeza." Yo creo que, en este caso, el contrachapeo no tiene ni pies ni cabeza.

El mismo intento de asimilar a los románticos con la Ilustración parece hoy todo un disparate, porque el reino de la diosa de la razón fue, precisamente, lo opuesto a "Las noches", de Novalis, y a todo lo que el concepto de "noche" significó para los alemanes, siendo el romanticismo un movimiento que vino a sustituir a la Ilustración, como también a la revolución, una vez terminado el ciclo racionalista, políticamente vencido en Waterloo, literariamente hundido por la obra de Chateaubriand y por todo lo que el romanticismo alemán representa en cuanto oposición al racionalismo, revolucionario o no. Basta volver a leer los fragmentos en prosa de Novalis para darse cuenta hasta qué punto su mentalidad se encontraba en la antípoda de Voltaire, Diderot, D´Alembert y los promotores de la Ilustración. Tanto la literatura como el pensamiento románticos se oponían sustancialmente a los cánones enciclopedistas. De verdad, resulta incomprensible. Parece un artículo de encargo, obligado el autor a elogiar a Freud, y lo hizo sin ganas, como deseando poner de relieve un total desacierto desde el que el lector inteligente hubiera deducido conclusiones contrarias a las del autor.

Quizás en esto esté la clave: cuando habla de la reforma, Thomas Mann la define como "una recaída en la Edad Media" y como "una helada casi mortal que se abatió sobre la tímida primavera espiritual del Renacimiento". Sin embargo, unas líneas antes afirmaba rotundamente que "la reforma de Lutero fue progreso y liberación". Sin embargo, hay que saber matizar, y en esto consiste todo el artículo, ya que, adhiriéndose a una afirmación de Nietzsche, Thomas Mann cree oportuno sostener que es preciso enfocar "la reacción como progreso". De ahí, sin duda, el sinfín de contradicciones de su artículo, dedicado a Freud, pero analizando el romanticismo, sosteniendo la Ilustración como madre de aquél, aliado del progreso, pero enfocándolo como reacción y proclamando los derechos de la noche psicoanalítica en plena luz racionalista y revolucionaria, parra no hablar, y en el fondo, ¿por qué no?, del cristianismo, que sería otra clave: "En lo que respecta al cristianismo, sea cual sea la importancia inestimable que haya podido llegar a tener para la humanización del ser humano... y sea cual sea, por tanto, la potencia del progreso que haya representado a partir del instante en que surgió: ¿quién no se da cuenta de que el cristianismo, con su espantosa evocación y revivificación de lo religioso primordial, con su prehistoricidad anímica, con sus banquetes de sangre y alianza en que se comía la carne de una víctima divina, tuvo que parecerle a la civilizada antigüedad un verdadero monstruo de reacción y de atavismo, que hacía subir hasta la superficie, en el sentido literal de la palabra, y en todos los sentidos, los estratos más bajos del mundo?"

Resulta difícil creer que estas líneas sean del autor de Doctor Faustus. Si habla allí el novelista, parecen escritas en un momento de chocheo intelectual precursor de la muerte; si son del periodista o del ensayista, sus conocimientos de la Historia me parecen sumarios y cargados de penosos prejuicios. Se me ocurre pensar que García Márquez es capaz de meditar en la misma onda, baja y casi subnormal, cuando pasa de la literatura a la política. Y, siguiendo dentro de un silogismo fiel a las dos caras de la realidad contemporánea, es justo concluir que los escritores están hoy en la obligación de rendir homenaje a la estupidez, a la desinformación, al culto de la mentira, con el fin de que en sus libros por lo menos les sea permitido acercarse a la verdad. Sus artículos alcanzan al gran público que vota y con su voto contribuyen al hundimiento del ser humano, mientras que sus libros, al contactar sólo con la elite intelectual, no pesan en la vida política. Thomas Mann también. ¿Quién lo hubiera creído? Sin embargo, este absurdo artículo sobre Freud (sobre el romanticismo, en el fondo, y tratando de hacer daño a los cristianos) testimonia de [sic] la tragedia en la que el escritor ha sido obligado a participar.

Además, Thomas Mann, en la época de los Buddenbrook como en la de Muerte en Venecia, pertenecía a la derecha alemana más conservadora, o reaccionaria, y se empleó a fondo para empujar a los suyos a la guerra y para apoyarles durante los años 1914-1918. Cuando Alemania perdió, se pasó del lado de los liberales progresistas y, de esta manera, le fueron mejor las cosas que a los mismos alemanes. Habría, pues, que situar el artículo sobre Freud en el material que Mann empleó con mucho empeño durante mucho tiempo para hacer perdonar su época reaccionaria. ¿No sucedió lo mismo con tantos escritores después de 1945? Hacer crítica literaria, como es mi caso, en estas condiciones, me parece terriblemente poco apodíctico. Pero, si la obra que uno enfoca se sitúa desde un principio en el polo de la miseria más humillante, ¿qué más remedio? Si Thomas Mann se ve en la obligación de subirse por las ramas para hablar de Freud, ¿por dónde ha de buscar su camino quien de tal subida ha de dar cuenta? Grandeza y miseria del mester de novelista, igualando la grandeza y miseria del crítico literario, su sombra en la tierra.

Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de mayo de 1986

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