domingo, 30 de octubre de 2016

Retorno a Bernanos


Dentro del desierto anímico de la literatura francesa actual (el mismo desierto que conquista y agosta las praderas de España, Italia y Alemania), las revistas literarias de antaño aparecen como sombras de antiguas palmeras, esqueléticos recuerdos de lo que antes habían sido. ¿Dónde están La Nouvelle Revue Française, La Revue de Paris, La Table Ronde, Les Nouvelles Litteraires y otras, que hacían las delicias de nuestra adolescencia? No queda nada. Y tampoco hay novelistas y poetas dignos de este nombre, sino solo fabricantes de literatura mercantil, en casi toda Europa, donde regímenes socialistas o sencillamente democráticos han uniformizado el horizonte literario, como el teatral o el arquitectónico y plástico en general. La monstruosa presencia cerca de la catedral de Notre-Dame, del edifico llamado centro cultural, erigido en el nombre de Pompidou, da cuenta del desastre.

En medio de esta desertización que nos recuerda los versos de Hölderlin sobre la maldición que aplasta a los que contribuyen al ensanche del desierto, se publica una revista de los monárquicos tradicionalistas titulada La Place Royale, dirigida por el gran novelista que es Henry Montaigu, y cuyo último número está dedicado a Georges Bernanos. (La dirección de la revista, para los que podrían interesarse por ella, es: 48 Rue Madame, 75006 París). Colaboran en este número, entre otros: Graham Greene, Jean-Loup Bernanos, Vintila Horia, François Mallet-Joris, Henry Queffelec, Michel del Castillo...

Afirma Graham Greene, no sin razón, que Bernanos no había sido un novelista, sino más bien un escritor, ya que, empujado por su furor y su impaciencia, no supo someterse a las reglas más elementales del juego novelístico. Parece como si se levantase contra su propia posible gloria y fama. Bajo el sol de Satanás sería, según el novelista inglés, una prueba contundente de su afirmación. Mal construido, distribuido en tres partes, que parecen tres cuentos separados, el libro de Bernanos sobrevive y conquista por la fuerza enorme que lleva dentro y que el mismo autor sabe dedicar a la mayor gloria de Dios. Podemos concluir, a tantos años de distancia (Bernanos fallece en 1948), que el autor de La alegría y del Diario de un cura de campo se parece más bien a un artesano medieval, poco preocupado por su nombre, su talento personal y su posibilidad de acumular celebridad y dinero, sino más bien por la medida en que su genio era capaz de acercarlo a Dios y a dar cuenta de ello. Todos los artistas que trabajaron alrededor de las catedrales fueron así. Y Bernanos también.

Situado en la línea polémica, de tradición católica, de Charles Péguy y de León Bloy, Bernanos no fue solo un novelista. Su libro quizá más revelador de su inmenso talento ensayístico y, sobre todo, de su directa posibilidad de comunicación con las causas del desastre contemporáneo, sobre todo en los años que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial, es Franceses, si lo supierais, título escalofriante ya que, según lo podemos constatar, los franceses no lo saben todavía, a casi cuatro decenios de distancia. Afirma, por ejemplo, en uno de sus artículos aparecidos en dicho libro, que tanto las dictaduras como las democracias lo que pretenden es alcanzar "el dirigismo universal" en el marco de un universo totalitario. No solo no aceptaba el comunismo, pero [sic] tampoco a las democracias, culpables, según él, de ambicionar el dirigismo universal con la ayuda de la ciencia, capaces de crear juntas "una civilización enemiga del hombre que cuenta con el Hijo del Hombre para ayudarla a realizar este experimento hasta el final". Palabras tremendamente actuales, dedicadas a aquellos sacerdotes que abandonaban el mensaje de Cristo y se unían a los experimentos exteriores, socializantes, de los dirigismos del siglo. Pero también alude en estas líneas a Emmanuel Mounier y a los falsos intelectuales que se reunían alrededor de al revista Esprit, causa de muchos errores contemporáneos. El polemista Bernanos fue tan grande como el novelista.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 1984

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jueves, 6 de octubre de 2016

El poeta y el héroe


Según parece, Gabriele D´Annunzio está otra vez de moda, en Italia y en los Estados Unidos, donde, en la Universidad de Columbia, se imparten cursos sobre el autor de Forse che sí forse che no. Este retorno del poeta-héroe tiene, sin duda alguna, un significado, y no solo literario.

D´Annunzio nace en Pescara, el 12 de marzo de 1863, y fallece el 1 de marzo de 1938 en el Vittoriale, su casa del lago de Garda, hoy transformada en museo. Publica muy joven sus primeros versos, en una época dominada en Italia por el neoclasicismo de Carducci y Pascoli y, en la prosa, por el falso cientismo de Verga. Pero ya con El triunfo de la muerte, Giovanni Episcopo y Las vírgenes de las rocas, novelas publicadas a finales del sigo pasado, es considerado como el renovador de la prosa italiana, mientras El fuego y Quizá si, quizá no son de principios del XX. Poeta, novelista, dramaturgo, de mucho éxito entonces y traducido a todos los idiomas (escribe en francés su drama El martirio de san Sebastián, con música de Claude Debussy, y lo representa en París en 1911), plantea hoy a los críticos varios problemas, difíciles de solucionar en el marco de una estética partidista y materialista, pero claros y actuales si los enfocamos desde el ángulo vivo que constituyó siempre su mejor perspectiva. Basta relacionarlo con su propia biografía y con la de su tiempo para encontrar hacia él un camino directo y auténtico.

Es la época dominada por el naturalismo, pero también por Nietzsche, Tolstoi y Wagner, la época en que el joven Rilke publica sus primeros versos, Joyce se va a vivir a Trieste y Thomas Mann edita su primera novela, Los Buddenbrook. Tiempo de transición, buscador de fórmulas, deseoso de evadirse de las prisiones del esteticismo, de la decadencia y del decadentismo, de las filosofías sin salida del siglo pasado. D´Annunzio es el inventor de un nuevo estilo de vivir[,] el que impone a los suyos a través de sus protagonistas. Es el amor, en primer lugar, una nueva técnica del conocimiento, algo primitivo, instintivo, visceral, que propone a los amantes el camino hacia El placer (una de las primeras novelas de D´Annunzio) o hacia la muerte, pero una muerte divinizada por la pasión. Nada de sensualismo o de pornografía, de racionalismo neoclásico, de bizantinismo claroscuro. El amor es algo que reclama de nosotros todos los sentidos y un impulso interior primitivo, total y arrastrador capaz de reestructurar otra vez nuestra existencia, en un sentido o en el otro, de cara a la vida o de cara a la muerte. Es la pasión de los románticos, pero inscrita en la carne de otro siglo.

Y luego la realidad que dirige la mano de Spengler, de los expresionistas, de los mismos futuristas en Italia, una realidad política guiada por la nueva técnica, una nueva posibilidad de ser héroe manejando un avión o un coche de carreras. La vida de D´Annunzio se desarrolla entre el amor y sus numerosas pasiones y la búsqueda de una entrada en la acción, pronto satisfecha, puesto que estalla la Primera Guerra Mundial, e la que el poeta participa con la misma pasión que había gastado en sus idilios, tan famosos como sus libros. Pero es sólo en 1919 cuando aparece de repente ante los italianos un D´Annunzio inesperado, jefe de un pequeño ejército con el que invade y conquista la ciudad de Fiume, que los aliados no habían concedido a Italia, después de la paz de París. Un solo hombre, escritor además, logra cumplir un sueño que los políticos no habían logrado realizar. Con sus barcos de guerra hunde un acorazado austríaco en el Adriático y bombardea Viena desde un avión. Es recibido en Roma con los honores de un héroe antiguo, por un público exaltado lleno de admiración por aquella gesta quizá única en la historia. Las relaciones con Mussolini no van a ser siempre buenas. Se retira a Gardone, malherido en la guerra, y desde donde seguirá enviando sus mensajes a un mundo que, en Italia por lo menos, se estaba reconstruyendo a la sombra de su heroicidad. El rey le había concedido, en 1924, el título de príncipe de Montenevoso. Su último libro se titula Cien y cien y cien páginas del libro secreto.

Decíamos que su resurrección de hoy no es solo poética. Se trata de un mito más que de una obra, de algo que se nos propone otra vez como modelo, enfrentándose con la mediocridad humana e intelectual a la que nos han acostumbrado los marxistas durante estos últimos decenios. Lo individual vuelve a ensombrecer lo colectivo, para bien de todos. 

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 7 de febrero de 1985

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sábado, 17 de septiembre de 2016

De Thomas Mann a Federico Fellini


Resulta que lo mejor de Fellini es su enorme expresionismo mezclado con un surrealismo literario y psiquiátrico a la vez. La imagen artística que nos ofrece de la realidad humana, aislada completamente de la naturaleza, imaginada por la mente de un artista, se inscribe directamente en el mejor manierismo, desde El juicio final, El entierro del señor de Orgaz y la obra del Parmigianino y Arcimboldo, hasta las oscuridades de Goya, los sueños de Dalí y la novela conceptista del siglo XX, pasada por el tamiz de las vanguardias. Ni El castillo, de Kafka, ni Muerte en Venecia faltan a la cita que Fellini establece, por lo menos en la segunda parte de su carrera, con el afán europeo de comprender la decadencia, cantarla como algo sublime y casi religioso y, al comprenderla, colocarla dentro de las [sic] famosas paréntesis eidéticas de Husserl y tirarla por la borda. Por la borda por la que Fellini parece haber querido tirar aquel continuismo habsbúrgico que otorga un matiz imperial, trágico y crepuscular al final del siglo pasado y al comienzo del nuestro. Ya que se trata, precisamente, de una nave. La tierra misma es una nave y es posible que el simbolismo vienés tenga en Fellini una intención ecuménica, en un momento en que una explosión nuclear indeseada y accidental pueda acabar con nosotros. Pero existe también la posibilidad, viendo Y la nave va y estableciendo ciertos paralelismos literarios inevitables, como también filosóficos, de que este final no sea sino parcial y que el simbolismo del "espacio de Viena", tan presente en la película, no sea sino un pesimismo irónico relacionado con el fin de algo y con el principio de otra cosa, según Juan Bautista Vico y todas las interpretaciones cíclicas de la historia. En este caso, Fellini aparecería como un profeta. Y no sé si es esta su intención, ya que lo que podríamos llamar "el mensaje" felliniano se me antoja tan secreto como la personalidad humana de este poeta tan crepuscular y tan primaveral a la vez.

Se trata, en la película, de un grupo de personas que acompañan el cadáver de una famosa cantante, cuyo último deseo había sido el de que sus amigos tiren sus cenizas cerca de una isla, en el Adriático. Es gente perteneciente a la nobleza europea, al mundo de la música, hay un poeta también perdido en este manicomio, un periodista encargado de contar la historia de la travesía a su periódico y, más tarde, en pleno mar, aparecen unos gitanos servios mezclados con anarquistas relacionados con el atentado de Sarajevo, y que añaden su nota de romanticismo primitivo, musical también, pero de otro origen, a la flotante, rara y decadente compañía. Surge un barco de guerra austríaco que busca a los rebeldes y pide al capitán su entrega. Un príncipe austríaco también, ex amigo de la cantante fallecida y que se encuentra a bordo de la nave, interviene, y el viaje puede continuar hasta que tenga lugar la fúnebre ceremonia, ante la isla que se alza, fantástica, irreal, o surrealista, al cabo del horizonte. Una vez terminado el ritual, vuelve a aparecer el acorazado austríaco, intimando otra vez la entrega de los anarquistas servios. Y es cuando sucede el desastre final. Una bomba, lanzada por un gitano, prende fuego al gigantesco artefacto de guerra, sus cañones se disparan solos, disparados por las llamas, y todo el mundo, los decadentes, sofisticados y musicales viajeros, como también el acorazado, se hunde en las aguas y solo el periodista, junto con un rinoceronte que se encontraba a bordo, logran salvarse, con el fin de que el primero cumpla con su deber de información y el segundo con su deber de poner a salvo los derechos de la grotesca vida natural.

Parece poco, contado así, pero es mucho, como todo Fellini fiel a sí mismo, ya que es el cineasta quizá más completo y más representativo del cine europeo, portavoz de una conciencia que puede ser, al fin y al cabo, deseo de representar lo que sucede con nosotros, y también lo que podemos hacer para corregirnos y salvarnos. Tirarlo todo por la borda, como en la sugerencia metafísica de Husserl, puede constituir uno de los justificantes más evidentes de la película. Siendo el otro el arte por el arte, tan poderoso como el primero, ya que Fellini es un poeta y es en la riqueza y armonía de su lenguaje donde se encuentra su clave formal. ¿Qué es lo que permanecería de la belleza de las Elegías de Duino sin la belleza del lenguaje y la perfección de la forma?

Y el lenguaje de Fellini está en sus imágenes, que, con el tiempo, en la memoria del espectador, se transforman en arquetipos, como tantas de las bellezas visibles que él creó en Casanova o en el Satiricón o en Prueba de orquesta, películas que definen al Fellini de su segunda fase y la mejor de su creación y en la que podemos insertar Y la nave va. Los cantantes organizando todo un concurso de virtuosidad ante los fogoneros, en el antro más profundo de la nave; o la aparición del acorazado, auténtico momstruo surgiendo desde las profundidades, como desde una pesadilla, como todo lo que es exterior, invención permanente de Fellini, creación en el estudio ("la pittura è cosa mentale", solía decir Leonardo, en este caso el cine también, arte en el sentido semántico de la palabra, virtuosidad, de areté), pintura y escultura, música e imagen, como en las óperas de Wagner, el multidisciplinario y soteriológico. Es posible que Fellini intente también, como el compositor alemán, salvar a Italia y a Europa. Las visiones que crea son realmente entusiasmantes, yo gozo de ellas como ante un genial fuego de artificios, tengo ganas de reír, ya que no sé cómo mejor expresar mi entusiasmo ante tanta barroca y surrealista maestría que trata de purificarnos, quitarnos de encima los restos anímicos del espacio de Viena, tan ocultos y tan presentes en nosotros. Cuando escucho a Mitterrand, por ejemplo, o cuando veo caminar a la señora Thatcher o sonreír a Felipe González, o leo las palabras de Craxi y miro los saltitos saltimbanquis y seniles de Pertini o la cara decadente y corrompida, vienesa también, de Olof Palme, quiero huir y esconderme porque todos ellos crean en mí complejos de descomposición y pesadilla. Y lo europeo no es sólo esto, pero nadie quiere explicármelo en un lenguaje político, de manera que solo me quedan estos pasitos, estas palabritas, este estilo medio bizantino que huele a putrefacción y a "cuir de Russie". El cineasta lo que pretende, ya que ha leído a Jung y sabe lo que es un arquetipo y lo que significa el inconsciente colectivo, es limpiar nuestra interioridad, sacarnos de la mente el elegante afán de decadencia que hemos heredado del espacio más gracioso e inolvidable situado dentro de nuestra enfermedad, que es Viena y lo habsbúrgico. En cuanto logremos eliminarlo sin prejuicios y dejarlo hablar sólo en los libros de historia, como un espléndido mal del que todos padecemos volens nolens, entonces quizá la nave misma desaparezca de nuestros sueños, ya que el fin que perseguimos la mayor parte de sus viajeros no es asistir a un funeral, ni siquiera artístico, sino seguir creando vida.

Pero todo esto, me dirán ustedes, está en Muerte en Venecia. Y es verdad, hasta cierto punto. Quiero decir en la novela de Thomas Mann y no en la falsificación cinematográfica de Visconti, donde los vicios del director figuraban en el primer plano de un asunto que sobrepasaba aquellas nimiedades. Visconti pintó un bello cuadro inspirado en Thomas Mann, pero detrás del lienzo se agitaban los monstruos políticos y eróticos de Visconti. La explicación de la belleza, según Thomas Mann, el artista mismo no la encontrará sino en la muerte, complemento inequívoco de todo esfuerzo vital, entrada en la verdad. Quien se acerca a la vedad en la película de Fellini es el periodista, el único out-sider en medio del drama, y este se salvará, junto con el rinoceronte. Es posible comprender, no solo muriendo, sino también –y esto me parece muy italiano—salvándose, después de haber asistido a la lección de la muerte. Morir es expresionista. Sobrevivir puede ser europeo, pero esto implica un afán y una inteligencia casi supremos y últimos, como es el esfuerzo que realiza el periodista, salvando del desastre al animal prehistórico y llevándolo hacia la orilla, mientras las dos facetas de lo habsbúrgico, el [sic] militar y el artístico, se están hundiendo en el mar por su propia culpa, en una especie de suicidio, que fue el símbolo austríaco y europeo de la Primera guerra Mundial.

Podríamos hablar, pues, de un cine antineorrealista. ¡Qué lejos se encuentra, en efecto, Fellini, de sus primeros ensayos y de Rossellini! Y mientras Antonioni se está dirigiendo hacia una especie de sub-realismo, cargado de pesadez y de materialismo, en el sentido peyorativo que esto empieza a tener, Fellini realiza películas en su estudio, crea naturaleza, al estilo manierista de sus mejores predecesores artísticos, en un intento casi científico de crear vida en un suntuoso laboratorio. Pero utilizando para ello una imaginación y un poder que pocos artistas tienen. Los dos barcos de la película, el trasatlántico de los decadentes y el acorazado, y el mar mismo con sus colores azules y su isla fantasmal, parecida a la Isla de los muertos, de Böcklin, constituyen el marco en que se desarrolla la sinfonía crepuscular. Cuesta cierto trabajo, al principio, entrar en este mundo, pero una vez dentro el gozo es ilimitado, como en Amarcord. Una sola nota discordante, según mi criterio de crítico no-cinematográfico: hubieran podido faltar los gitanos y aquella escena de la conversión de los viajeros a la música de los primitivos, en un arrebato violento de conquista por el lado de las tinieblas auténticas o supuestas como tales. Esto lo había visto en otras películas, no de Fellini y no muy buenas. Hermann Broch, en la primera parte de Los sonámbulos, se había acercado al tema, pero la literatura ofrece otras posibilidades de desarrollo que en el cine tienen siempre la posibilidad de deslizarse hacia al romanticismo más mediocre y barato. Además, ¿por qué aparecen los gitanos junto con los anarquistas? La combinación no tiene sentido. Es un defecto de peso. Como también la conquista de la bella "demoiselle" por parte de un joven formando parte del grupo revolucionario y desapareciendo con él hacia la sombra del acorazado. No hay bastante preparación para que una escena así encuentre nuestra comprensión y resulta, además, tan dulzona y repetida como la mencionada antes. Todo esto del encuentro entre los sofisticados crepusculares y los puros supuestamente no contaminados por la civilización, no me ha convencido. Mientras todo el resto añade una conclusión a las intenciones de Thomas Mann e ilustra perfectamente lo que tendríamos que hacer antes de que un acorazado explote ante nuestras propias narices con toda la carga atómica que hoy lleva a bordo.

Vintila Horia, en El Alcázar, ¿1983?


martes, 19 de julio de 2016

Un napolitano llamado Cervantes


El cotidiano romano Il secolo d´Italia publicaba el 9 de junio pasado un artículo firmado por Agostino Lotti bajo el título de "Un napoletano di nome Cervantes". Es verdad, como dice el autor, que muchos escritores, de Virgilio a esta parte, han amado la ciudad del Vesubio, Goethe, Lamartine, Bulwer Lytton, Stendhal, Máximo Gorki, Thomas Mann (la lista casi no tiene fin) y que algo flota en el aire empapado de misterios subterráneos de aquella ciudad, algo que embriaga los sentidos y excita la imaginación. Misterios paganos (la ciudad ha sido fundada por los griegos, de donde Nápoles, que es Nea-polis o la ciudad nueva) y misterios cristianos han añadido a sus muros y a su psique encantos a granel. Virgilio falleció cerca del volcán y fue enterrado en sus alrededores y Cervantes amó a varias mujeres en este sitio lleno de música interior, durante su estancia, o sea, entre 1569 y 1565, cuando, después de Lepanto, regresa a Madrid. O, por lo menos, lo intenta, ya que es capturado por un bajel turco, cerca de Marsella, antes de tocar tierra española. Lo hará cinco años más tarde, cuando fue liberado no "por su gobierno", como afirma Agostino Lotti, sino por los padres trinitarios, los cuales pagaron quinientos ducados por el rescate del héroe de Lepanto.

Los seis años italianos de Cervantes y sobre todo su permanencia en Nápoles contribuyen a su formación, esto es más que evidente. Todo lo que sucede en la vida de un genio no es sino material acumulado con el fin de que la obra maestra se produzca un día. Fue en Nápoles donde Cervantes aprendió italiano y leyó la literatura del Renacimiento, me imagino que empezando por Dante y Boccaccio. Y fue seguramente allí donde pudo medir la enorme diferencia que había entre la fórmula política que regía la península italiana y la que regía la península ibérica. España, en tiempos de Felipe II, se parece al Escorial, mientras aquella Italia desmenuzada y dividida en decenas de Estados tiene cara de escenario para una "Commedia dell´arte" que no dejaba de cambiar de temas, de decorados y de actores; el imperio universal, que acababa de encontrar en Lepanto una confirmación y un fortalecimiento de sus ideales, y el elogio profano de la vida cotidiana al que ni siquiera Roma lograba unificar o dominar. Era un estilo, el español con su idea tan firme y característica que había encontrado en el imperio y en santa Teresa su manera más genuina de expresarse en los anales, por un lado, y por el otro, la diversidad casi enciclopédica del genio italiano que se expresaba perfectamente a través de todas las artes, menos en la política. España lo concentraba todo en un único esfuerzo hacia la liberación universal de todos los seres humanos, conquistando para bautizar, mientras Italia vivía la vida tal como surgía de las entrañas de la tierra y del alma. Lo eterno contra lo cotidiano.

Es quizá desde esta comparación más posible entonces que hoy, desde donde Cervantes sacó a relucir el doble símbolo de su obra maestra, el Quijote como ecumenismo espiritual, y Sancho como cotidianeidad, tan importante el uno como el otro, aspectos fundamentales del ser humano, antagónicos y complementarios. Dicen que es El licenciado Vidriera la única prosa cervantina directamente relacionada con la estancia de su autor en Italia. Yo creo que el Quijote también, pero de manera mucho más sutil y menos explícita. Bastaría pensar en Rilke otra vez para mejor comprender dicha complementariedad. El poeta austriaco llamaba a Italia "escaparate de la primavera", que era como pensar en Botticelli, en las trampas del amor profano, en la alegría de vivir, en Lorenzo de Médicis, en las fuentes de Tivoli, en los incomparables desnudos pintados por los grandes pintores del Renacimiento. Pero Rilke vino a Toledo y comprendió el misterio del Greco, que es exactamente lo contrario de un escaparate. Es "El entierro del conde Orgaz" opuesto a la "Venus" del Tiziano. Las dos maravillas no hacen sino completarse, la una con la otra, en un doble afán contemporáneo de llegar a una explicación, no solo de una época y de una geografía, sino de un tiempo dramáticamente concentrado en un espléndido esfuerzo de autoconocimiento. Nápoles en Cervantes tiene este dejo de sabiduría añadido a la sabiduría genética del escritor alcalaíno.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (1984)


domingo, 3 de julio de 2016

Sobre la vieja y la nueva democracia


Los tres libros que he leído este fin de semana me llegan de tres puntos diferentes del espacio occidental, pero se centran en el tema de la democracia, al que yo, como discípulo de Platón, considero como atropellante, deformador de conciencias y desacriollador, como diría un argentino, con razón pura y con razón práctica, sobre todo después de la tragedia de las Malvinas. Creo que todo pueblo tiene derecho, como pensaba Montesquieu, a elegir su propia forma de gobierno, y que la mayor parte de los pueblos del mundo y también de Europa, obligados a la democracia, no están para esos trotes. Que dichos trotes, al contrario, los están llevando hacia el abismo y que, siguiendo este trazado fatal, dentro de poco los abismos serán más abundantes que las cumbres.

Me he dejado convencer, en primer término, por el ensayo de Eduardo Adsuara, La democracia mixta (Madrid, 1984), luego por un precioso librito llegado desde la Argentina, Hablando de democracia, por Alberto Falcionelli (Buenos Aires, 1983), y, en tercer lugar, por el sorprendente comentario que el profesor italiano Giuseppe Loi Puddu dedica a José Antonio bajo el título de Contributo per un´antologia del pensiero politico di José Antonio Primo de Rivera (Universidad de Cagliari, impreso en Milán, 1983). Estudios reposados, escritos sine ira et studio, centrados los primeros dos en el malstroem de la tempestad actual, la democracia como apertura hacia el desastre marxista y las posibles soluciones para evitar el peligro y, el tercero, en lo mejor del pensamiento político de José Antonio, intentando el autor ilustrar sus afirmaciones con fragmentos antológicos de los escritos del fundador.

Ceo que lo más novedoso en el libro de Adsuara es su manera de catalogar las grandes aportaciones de los pueblos en dos líneas de pensamiento, comportamiento y creación: una línea del patos y otra del logos, produciendo tiempos-alma y tiempos-espíritu (el distingo me parece importante desde un punto de vista esotérico también, siendo el alma algo que muere con el cuerpo y el espíritu algo que pertenece desde siempre a la eternidad); tendríamos, pues, culturas dominadas por el patos, o lo sentimental, y culturas o ciclos abundando en el desarrollo de lo racional. Épocas y pueblos románticos, y épocas clásicas, hubiera dicho Eugenio d´Ors, en el marco de las mismas preocupaciones clasificadoras. Los judíos, afirma Adsuara, serían un "pueblo-alma", mientras los griegos serían el "pueblo-espíritu" por antonomasia. De la misma manera, los páticos son individualistas y auditivos, algo más primitivos hubiera dicho McLuhan, o sea, formando parte de la Galaxia Marconi, mientras los lógicos serían más visuales, más racionales y más obedientes a los principios de la Galaxia Gutenberg. Canto o lectura, celtas o romanos, por ejemplo; o bien, góticos y barrocos, por un lado, renacentistas, humanistas y realistas por el otro.

Limitando el problema a lo político y siguiendo en la línea del pensamiento de Adsuara, habría "tiempos oscuros" correspondiendo al predominio de los páticos, y "tiempos claros" correspondiendo al predominio de lo racional o lógico. Pero "oscuro" aquí no quiere decir tenebroso en el sentido de la leyenda negra española o medieval, inventada por los humanistas, sino tiempos dominados por una de las dos coordenadas de la psique colectiva. El hombre pático elaborará sistemas individualistas, mientras el hombre lógico pensará sistemas rimando con lo social, siendo este último más armónico que el primero, o sea, menos anárquico y más equilibrado desde el punto de vista de la integración del individuo en el sistema de leyes, es decir, de obediencias de una sociedad. Yo diría que el hombre pático brega más bien por los derechos humanos, mientras el racional enfoca a estos desde un umbral preliminar y sine qua non, que sería el de sus propias obligaciones.

Nuestro tiempo, que es pático, por seguir en el tiempo al clásico o lógico que ocupó la segunda mitad del siglo pasado, está por terminar, y "en el horizonte aparecen las luces de un nuevo tiempo: un tiempo de síntesis, de mixtura, de mestizaje, de plenitud humana y personal. Un tiempo de mistos. Estaríamos, poro consiguiente, abandonando tanto la "linea judía" como la "línea griega", puesto que nos encontraríamos ya preparados para saltar a una etapa de síntesis, dentro de la cual el mundo hispánico, esencialmente mestizo y sintético, se encontraría en su mejor momento como único futurible capaz de resolver los problemas de una actualidad desquiciada por sus propios fracasos, característicos, diría, de una humanidad parcelada por sus aislamientos en el espacio, una humanidad regional de cuyas limitaciones nos han sacado quizá la técnica y los filósofos de la historia. Al tener hoy la conciencia de lo universal y siendo este algo diferente de todas las fases consumidas de la historia, el hombre tendría que fabricar su propio modelo social, y político, por supuesto, proclamando antes que toda [sic] su inmensa posibilidad de mestizaje, pero en un sentido que solo una comunidad de pueblos ha sabido practicar en el pasado, la hispánica. Esto me parece fundamental para cualquier nuevo comienzo y, en este sentido, la aportación de Eduardo Adsuara no deja de marcar sólo una crítica, sino de esbozar una solución.

Es así como, según nuestro autor, se acabaría también la terrible polémica entre las dos Españas, la pática, o individualista y anárquica, y la racional, o social y clásica, buscando la síntesis dentro del mismo plan vital de la España imperial, por ejemplo, la primera sociedad universal capaz de haber pensado en la libertad desde un punto de vista fundacional, valedera para todos los pueblos del orbe. (Véase en este sentido mi libro Los derechos humanos y la novela del siglo XX, Madrid, 1982) Lo malo dentro de la democracia española es, precisamente, su adhesión apasionada y contraproducente a un "tiempo pático", sentimental y anarquizante, cuyos problemas, como es lógico, nadie puede resolver. Pasar de una democracia unilateral, pendulando siempre hacia un mismo polo, demostrando como abismal [sic] a una democracia mixta o mestiza, tal como España la formuló en el pasado, pero pensando en un porvenir hoy valedero para todos los seres humanos, sería la única manera de acabar con el desastre actual, que se debe, como es fácil observarlo en el marco de la clara disquisición de Adsuara, a una mala adhesión, a un empeño destructor, falsificador del pasado como del futuro.

El ensayo de Alberto Falcionelli, en cambio, está lleno de consideraciones que aniquilan todos los planes y perspectivas democráticas actuales, tanto desde el punto de vista de la experiencia argentina como desde la francesa. Esta cita de François Brigneau me parece ilustrativa: "Tengo la convicción de que los resultados de la experiencia actual (la socialista en Francia, n.n.) serán desastrosos. Van a costar el precio de una guerra. (Como en España, n.n.) De una guerra perdida. Las clases medias saldrán laminadas de la prueba. El país empleará largos años para recuperarse del paso de las langostas socialistas. No es imposible que los demagogos actualmente en el poder lo paguen caro... Pero el pueblo, el pueblo soberano, el pueblo que los ha elegido, el pueblo que habrá permitido esta lamentable aventura, este largo desfile de desgracias y de miserias que vemos apareciendo en las nieblas de la noche francesa, este pueblo responsable, ¿quién lo va a castigar?" Tremenda pregunta, clave quizá de la Historia y de sus permanentes tragedias. Es fácil linternar [sic], como se decía en el siglo XVIII, a un soberano o a un primer ministro, pero, ¿cómo castigar a todo un pueblo? Pues, en casos parecidos al que vivimos aquí y en otros sitios de Europa y del mundo, es el pueblo mismo, el cual, al no saber elegir, se autocastiga. No hay pecado impune.

Desde la primera página de su presentación, el profesor Loi Puddu pone de relieve el carácter antiliberal de José Antonio, en su lucha contra los partidos considerados como destructores de la nación y el matiz original de su doctrina, no sometida a influencias políticas contemporáneas y, sobre todo, como lo afirmó también Adolfo Muñoz Alonso en su libro inolvidable, sin relación con el fascismo. Libro útil porque trata de presentar a los estudiantes italianos de Ciencias Políticas el pensamiento de uno de los líderes más originales de su época y que realmente encarna hoy lo que podríamos llamar los conceptos de una derecha ideal. Me parece importante para un conocimiento correcto de José Antonio, pero también para la instauración de lo que Adsuara llama "una democracia personal", saber hasta qué punto el fundador de la Falange separaba capitalismo y propiedad privada, con el fin de eliminar las intromisiones liberales o democráticas de cualquier interpretación de la propiedad como característica no de un partido y tampoco de una ideología, cuando se trata, sencillamente, de una institución del Derecho natural. "Capitalismo y propiedad privada, escribe Giuseppe Loi Puddu, son dos cosas bien distintas y, hasta cierto punto, contrapuestas. Uno de los efectos del capitalismo fue el de eliminar casi completamente la propiedad privada en sus formas tradicionales." En definitiva, como lo pensaba Chateaubriand al final de sus Memorias de ultratumba, la propiedad privada vive sólo en compañía de libertad y cuando esta es liquidada, como en los países comunistas, aquella desaparece también.

Muy bella es la página que Loi Puddu dedica al recuerdo de Unamuno, citando la presencia de este en Salamanca, junto a José Antonio, presidiendo un acto falangista en el teatro Bretón. El viejo maestro dijo entonces a José Antonio: "... Me parece que puedo considerarme uno de vuestros precursores". Palabras fundacionales, creo, ya que, entre los profetas del próximo futuro, Unamuno y José Antonio podrán ser reunidos en la misma esperanza. También me parece de peso la importancia que el profesor italiano otorga, en la parte antológica de su libro, al planteamiento antiseparatista de José Antonio, que consideraba a España como "una unidad de destino".

En el fondo, y por encima de los libros, podemos llegar a la conclusión de que la democracia, a pesar de las apariencias, es el mejor sistema y que solo los demócratas han logrado desprestigiarla. Se ha llegado, evidentemente, a una inversión del significado mismo del concepto, el cual tendría que apuntar hacia el poder a través del pueblo, o del pueblo en el poder, y ha llegado a ser el poder sobre el pueblo, o la esclavización del pueblo por el poder. Y, si todo está en crisis, ¿por qué no la democracia también? Y si la democracia siempre estuvo en crisis, como hubiera dicho Platón desde la perspectiva del siglo XX, ¿por qué no buscar otra forma de gobierno? Es lo que, creo, todo el mundo se está preguntando a la hora de pagar platos rotos milenarios.

Vintila Horia, en El Alcázar, 28 de junio de 1984

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domingo, 24 de abril de 2016

El retorno del conde reaccionario

Vuelve a hablarse del conde José de Maistre (1753-1821), autor de un libro famoso titulado "Los paseos de San Petersburgo", del que se acaban de publicar dos ediciones distintas en Italia y que ha sido considerado como una especie de Biblia de los reaccionarios europeos del siglo pasado y del nuestro; autor, también, de unas actualísimas "Consideraciones sobre Francia", destinadas en su tiempo a destruir el mito de la Revolución Francesa y que cobran un interés cada vez mayor a medida que nos estamos acercando al segundo centenario del acontecimiento, puesto que deshacen el enorme y falso andamiaje que los autores de izquierda habían edificado a su alrededor. Personaje más que curioso, incluso para su tiempo, porque perteneció durante años a la Iglesia, en calidad de católico fiel y muy papista, y a la logia masónica turinesa llamada de la "perfecta sinceridad", disuelta por el rey de Piamonte en 1791, hecho que separó al escritor de toda actividad masónica.

Entre las muchas novedades que uno descubre al leer a José de Maistre (su hermano Javier alcanzó también la fama con su libro "Viaje alrededor de mi cuarto") algunas me parecen más intensamente relacionadas con la lucha intelectual que hoy se desarrolla en el mundo. He aquí una de ellas: el hombre nace malo, debido a la caída y al pecado original, idea contraria a la de la bondad innata que defendía Rousseau y que está en la base de tantos errores, en el sector de la educación sobre todo. La diferencia es evidente: mientras para un cristiano es preciso hacer grandes esfuerzos para mejorar al hombre, con la ayuda de la Iglesia, de la escuela, de la familia, del arte, etcétera, para un revolucionario, la tarea del Estado consiste en modificar la sociedad y dejar en libertad la bondad inserta en el alma desde sus orígenes. De ahí el carácter medianamente optimista del cristiano, o del reaccionario, que sabe con precisión que la felicidad aquí abajo no es posible más que en parte y que es preciso prepararse para otro tipo de felicidad, mientras para el liberal, el socialista o el comunista la felicidad absoluta se llama paraíso terrenal y es factible hic et nunc, en una fecha que hay que preparar, pero que nunca llega. Es el realismo cristiano ante el surrealismo utópico. Bajo este aspecto, José de Maistre es tajante.

Otra idea original: el llamado "buen salvaje" rousseauniano no es un ser primigenio, fresco y puro, sino la última fase de decadencia de alguna tribu o población caída. El salvaje no es un primitivo, sino un degenerado. Idea que aparece hoy en las meditaciones de los biólogos. Por este motivo es tan difícil civilizar a los "salvajes", y el intento de hacerles adoptar cualquier forma de civilización europea supuso para ellos la destrucción.

Y en fin, la impresión que le produjo la visita a la biblioteca de Voltaire en San Petersburgo, mientras De Maistre representaba allí al rey del Piamonte. Los zares habían adquirido dicha biblioteca, cuyos libros daban pena, porque eran de autores mediocres y de poca monta, dando cuenta de la falta de talento de uno de los promotores de la Revolución, cuyo genio había consistido en escribir muchos libros (malas tragedias, burdas comedias, poesía malísima, tratados de historia mal informados, un diccionario de la filosofía hoy casi ridículo) sin dejar mucha huella. Sin embargo, la Revolución no puede prescindir de Voltaire, culpable, entre otras cosas, de haber inspirado a sus contemporáneos más ilustres el culto a la Constitución escrita, construcción artificial, elaborada pro seudointelectuales, en completo desacuerdo con las auténticas Constituciones de los pueblos, las no escritas, basadas en la tradición y en el realismo cotidiano y milenario de la sociedad. Idea que recupera más tarde Carl Schmitt (de cuya muerte acaba de cumplirse un año), y, en general, la derecha auténtica europea, heredera del pensamiento de De Maistre.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 8 de mayo de 1986



miércoles, 6 de abril de 2016

Thomas Mann y Freud


El error más grande que pudo cometer Thomas Mann en su vida de ensayista ha sido el de confundir a Freud con un "revolucionario romántico". En uno de sus ensayos,, formando parte de su libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud (Plaza y Janés, Barcelona, 1986), nos invita, en el fondo, a seguirlo por el camino de su propia autobiografía de errores, paralela a la de los aciertos realizados en su carrera de novelista, no siempre lograda, como la tetralogía José y sus hermanos, libro prolijo, pesado, lleno de símbolos bíblicos, tratando en vano de armonizar la historia con el mito y este con lo religioso, en un esfuerzo contradictorio y a menudo contraproducente, ya que aquel inmenso tinglado tenía que demostrar algo que no supo demostrar. Uno de los misterios de su vida, que permaneció oscuro, por lo menos para los no iniciados, debió de apesadumbrarlo hasta el final, y trató de liberarse en la tetralogía, como una vez Wagner en la suya, pero sin lograrlo. Aquello se quedó a nivel de pesadilla literaria, por lo menos para sus lectores no prevenidos, o poco.

De aquel derrotero infeliz se quedó Thomas Mann con ciertos prejuicios que pudieron dejar detrás de sí la impresión de que el autor navegaba en alta mar, entre las ideas más progresistas de su siglo, cuando, en realidad, y según el rumbo tan original que ha tomado la historia en este fin de siglo, aquel progresismo liberal, del que Mann gozaba alardear, se nos antoja hoy más bien conservadurista en el peor sentido de la palabra, rimando con las escorias del siglo. De manera que, mientras en el ensayo sobre Nietzsche, analizado aquí la semana pasada, el pensamiento de Thomas Mann alcanzaba interesantes puntos de vista, porque se situaba en una línea crítica sumamente actual, el dedicado a Freud ("El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno") se me antoja injusto, incompetente y fuera de juego en este momento. Vayamos por partes.

Thomas Mann cree saber que el romanticismo alemán, al tratar de continuar la Ilustración francesa, se proponía realizar una revolución, en el sentido de que, al oponerse a los valores tradicionales o religiosos, lograría ser revolucionario, en una línea destinada a llegar a los niveles más altos del desarrollo y de la libre felicidad de los seres humanos. Freud mismo hubiera sido, bajo esta luz, un romántico, puesto que llegaba a describir las profundidades del alma y a poner de relieve la importancia de lo oscuro, del mundo inconsciente, de los sueños, etcétera, partes anímicas a las que los románticos alemanes habían también aprovechado [sic], aunque desprovistos de las posibilidades deontológicas que Freud tuvo a su disposición. Es verdad que entre romanticismo y psicoanálisis existe en común esta perspectiva de nocturnidad, relacionada con el mundo inconsciente, pero no es menos verdad que los unos se sitúan en un nivel típico de su corriente, irracionalista, religiosa y tradicionalista, mientras el pensador vienés trata del inconsciente desde el punto de vista del racionalismo materialista. Sus posiciones difieren hasta tal punto que definen perfectamente las intenciones situadas en sus bases. Los románticos tratan del alma en el sentido religioso tradicional de la palabra, mientras Freud la maneja como si fuese un residuo somático. No puede haber mayor diferenciación entre los dos. Jung puede ser definido como romántico, enfocado desde este punto de vista, mientras Freud, como lo definió su discípulo, hasta cierto punto, Ludwig Binswanger, "un optimista intelectual, un naturalista". Nada más alejado de los románticos, pesimistas por antonomasia. "Está claro, escribe Binswanger en un ensayo titulado La concepción freudiana del hombre, que en lugar de la teología tenía ahora que venir la psicología; en lugar de la salvación, la salud; en lugar del sufrimiento, el síntoma; en lugar del cura, el médico, y que en lugar del sentido y del contenido de la vida, eran el placer y el no placer los que tenían que transformarse en problemas de primera magnitud." Y sabemos que ningún romántico bregó en nombre de este tipo de situaciones, ni siquiera los menos tradicionalistas.

Me pregunto, por consiguiente, ¿qué es lo que pretendía demostrar Thomas Mann a través de esta evidente confusión? Quizá la actualidad de Freud, aprovechando el retorno del romanticismo producido con el expresionismo, al que el mismo autor de Muerte en Venecia debió tanto y en un momento en que las críticas de los antiguos discípulos, tanto Jung como Adler, estaban sacudiendo los fundamentos mismos del psicoanálisis freudiano. Resulta hoy difícil explicar tan burda equivocación. El ensayo en sí, que trata más bien del romanticismo que de Freud, ha sido criticado por este de la siguiente manera: "El artículo de Thomas Mann es muy honorífico. (A lo mejor el traductor se equivoca y confunde honroso con honorífico, n.n.). Me ha dado la impresión de que se encontraba escribiendo un artículo sobre el romanticismo, al recibir la invitación de escribir sobre mí, y así contrachapeó el medio artículo, por delante y por detrás, como dicen los ebanistas, con psicoanálisis; el cuerpo es de otra madera. De todos modos, cuando Mann dice algo, siempre tiene pies y cabeza." Yo creo que, en este caso, el contrachapeo no tiene ni pies ni cabeza.

El mismo intento de asimilar a los románticos con la Ilustración parece hoy todo un disparate, porque el reino de la diosa de la razón fue, precisamente, lo opuesto a "Las noches", de Novalis, y a todo lo que el concepto de "noche" significó para los alemanes, siendo el romanticismo un movimiento que vino a sustituir a la Ilustración, como también a la revolución, una vez terminado el ciclo racionalista, políticamente vencido en Waterloo, literariamente hundido por la obra de Chateaubriand y por todo lo que el romanticismo alemán representa en cuanto oposición al racionalismo, revolucionario o no. Basta volver a leer los fragmentos en prosa de Novalis para darse cuenta hasta qué punto su mentalidad se encontraba en la antípoda de Voltaire, Diderot, D´Alembert y los promotores de la Ilustración. Tanto la literatura como el pensamiento románticos se oponían sustancialmente a los cánones enciclopedistas. De verdad, resulta incomprensible. Parece un artículo de encargo, obligado el autor a elogiar a Freud, y lo hizo sin ganas, como deseando poner de relieve un total desacierto desde el que el lector inteligente hubiera deducido conclusiones contrarias a las del autor.

Quizás en esto esté la clave: cuando habla de la reforma, Thomas Mann la define como "una recaída en la Edad Media" y como "una helada casi mortal que se abatió sobre la tímida primavera espiritual del Renacimiento". Sin embargo, unas líneas antes afirmaba rotundamente que "la reforma de Lutero fue progreso y liberación". Sin embargo, hay que saber matizar, y en esto consiste todo el artículo, ya que, adhiriéndose a una afirmación de Nietzsche, Thomas Mann cree oportuno sostener que es preciso enfocar "la reacción como progreso". De ahí, sin duda, el sinfín de contradicciones de su artículo, dedicado a Freud, pero analizando el romanticismo, sosteniendo la Ilustración como madre de aquél, aliado del progreso, pero enfocándolo como reacción y proclamando los derechos de la noche psicoanalítica en plena luz racionalista y revolucionaria, parra no hablar, y en el fondo, ¿por qué no?, del cristianismo, que sería otra clave: "En lo que respecta al cristianismo, sea cual sea la importancia inestimable que haya podido llegar a tener para la humanización del ser humano... y sea cual sea, por tanto, la potencia del progreso que haya representado a partir del instante en que surgió: ¿quién no se da cuenta de que el cristianismo, con su espantosa evocación y revivificación de lo religioso primordial, con su prehistoricidad anímica, con sus banquetes de sangre y alianza en que se comía la carne de una víctima divina, tuvo que parecerle a la civilizada antigüedad un verdadero monstruo de reacción y de atavismo, que hacía subir hasta la superficie, en el sentido literal de la palabra, y en todos los sentidos, los estratos más bajos del mundo?"

Resulta difícil creer que estas líneas sean del autor de Doctor Faustus. Si habla allí el novelista, parecen escritas en un momento de chocheo intelectual precursor de la muerte; si son del periodista o del ensayista, sus conocimientos de la Historia me parecen sumarios y cargados de penosos prejuicios. Se me ocurre pensar que García Márquez es capaz de meditar en la misma onda, baja y casi subnormal, cuando pasa de la literatura a la política. Y, siguiendo dentro de un silogismo fiel a las dos caras de la realidad contemporánea, es justo concluir que los escritores están hoy en la obligación de rendir homenaje a la estupidez, a la desinformación, al culto de la mentira, con el fin de que en sus libros por lo menos les sea permitido acercarse a la verdad. Sus artículos alcanzan al gran público que vota y con su voto contribuyen al hundimiento del ser humano, mientras que sus libros, al contactar sólo con la elite intelectual, no pesan en la vida política. Thomas Mann también. ¿Quién lo hubiera creído? Sin embargo, este absurdo artículo sobre Freud (sobre el romanticismo, en el fondo, y tratando de hacer daño a los cristianos) testimonia de [sic] la tragedia en la que el escritor ha sido obligado a participar.

Además, Thomas Mann, en la época de los Buddenbrook como en la de Muerte en Venecia, pertenecía a la derecha alemana más conservadora, o reaccionaria, y se empleó a fondo para empujar a los suyos a la guerra y para apoyarles durante los años 1914-1918. Cuando Alemania perdió, se pasó del lado de los liberales progresistas y, de esta manera, le fueron mejor las cosas que a los mismos alemanes. Habría, pues, que situar el artículo sobre Freud en el material que Mann empleó con mucho empeño durante mucho tiempo para hacer perdonar su época reaccionaria. ¿No sucedió lo mismo con tantos escritores después de 1945? Hacer crítica literaria, como es mi caso, en estas condiciones, me parece terriblemente poco apodíctico. Pero, si la obra que uno enfoca se sitúa desde un principio en el polo de la miseria más humillante, ¿qué más remedio? Si Thomas Mann se ve en la obligación de subirse por las ramas para hablar de Freud, ¿por dónde ha de buscar su camino quien de tal subida ha de dar cuenta? Grandeza y miseria del mester de novelista, igualando la grandeza y miseria del crítico literario, su sombra en la tierra.

Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de mayo de 1986

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viernes, 26 de febrero de 2016

Estrellas caídas en encajes antiguos



Mi generación creció en el ritmo de los bailes y canciones de Fred Astaire y Ginger Rogers, frunció el ceño a la manera de Humphrey Bogart, se enamoró de Rita Hayworth y, algo más tarde, se dejó embrujar por Gene Kelly. Todo esto al margen de las seriedades, entre ellas la guerra, que nos privaron durante algunos años de estrellas de todo tipo y nos hundieron en el barro de la política y de los campos cruzados por los tanques, camino del este o del oeste. Filosofamos por encima de estos extremos, con Maurras. Ortega, Unamuno o Eugenio d´Ors y hasta con el corporativismo mussoliniano, y llegamos a Heidegger por el atajo del existencialismo de la posguerra, amargados, desengañados, exiliados, emigrados, millones de jóvenes que se habían escapado de los campos de concentración rusos y alemanes y que buscaban cobijo en cualquier sitio. A mí me tocó Italia y luego Argentina. Recuerdo los cines baratos de la calle Lavalle, en pleno centro de Buenos Aires, donde por un peso se podían ver tres películas seguidas, olvidándose uno de todo lo que había vivido entre el mar Caspio y el Atlántico y gozando de la música o de la épica, forjando en la sombra de la sala ilusiones para un futuro próximo, con el mismo poder de construir utopías felices que lo había hecho antes del desastre. Lana Turner pudo ser entonces un ideal representativo, un aliciente, igual en posibilidad de sugerencias prospectivas a la sonrisa heroica de Gary Cooper que planteaba en Solo ante el peligro el problema de una resistencia individual, victoriosa al final, por encima de la cobardía colectiva y del mal. Estados Unidos, a pesar de la bomba atómica, suavizada por las caderas de Gilda, podía haberse transformado entonces en un ideal vital.

Pero no fue así. La epopeya del desengaño ante el puritanismo victorioso –todo aquello se nos antojaba terriblemente anticomunista y no lo era sino hasta cierto punto, el punto precisamente en que la mediocridad se encontraba, y transigía, con lo infernal– empezó entonces, cuando la gente del este europeo emigrada a todas las Américas de la esperanza empezó a darse cuenta de que su desengaño procedía de un engaño y de que nadie en Washington, si siquiera el general Eisenhower, pensaba rescatar el espacio perdido. Los comunistas, al contrario, se apoderaron de la China y de Cuba, primeros frutos caídos en la cesta de la cobardía y del entendimiento entre los dos falsos enemigos. Nos dimos cuenta de que tanto los políticos como las películas estaban embaucando a la humanidad y empezamos a alejarnos de los mitos norteamericanos, para acercarnos, poco a poco, a Fellini y a Bergman. Y cuando empezaron a fallecer los grandes de la literatura, Faulkner, Hemingway, John Dos Passos, Henry Miller, y nos percatamos de que nadie les sucedía, comprendimos que algo se había acabado y que la descomposición final iba a venir desde el lugar mismo donde había nacido la esperanza. Fue, en efecto, la Universidad norteamericana, con sus profesores y alumnos, quien creó la moda universal de la caída democrática en el regazo de la izquierda libertaria (terrible contradicción en los términos), endulzada la caída por la costumbre de drogarse para olvidar (¿qué?) y para aguantar (¿qué?). Entre aquellos lejanos orígenes infernales y la invitación que Tierno Galván hizo a los jóvenes madrileños durante una inolvidable noche de aquelarre, la relación es fácil de establecer. La línea del hundimiento sigue un trazado geopolítico transcontinental de una asombrosa pero lógica sismología.

Fue así como, de mal en peor, me encontré con la serie negra del cine norteamericano en Televisión española, con la reposición de las películas de Rita, con Humphrey Bogart y demás estrellas caídas no en el olvido sino en la querella de los viejos encajes. Y ninguno de los actores adorados otrora volvió a gustarme. Me parecieron terriblemente demodés, feos, inútiles, bailando con monotonía al son de una música sin gracia ni melodía, haciendo muecas ridículas, sufriendo abusivamente, amando con reparos, desintegrándose en la nada después de cada representación. La pequeña pantalla acabó con ellos en mi alma, de la misma manera en que la evocación televisiva de la Segunda Guerra Mundial acaba y hasta ridiculiza a personajes como Churchill, Stalin, Roosevelt y demás comparsas del inolvidable enfrentamiento que dejó a la humanidad coja, sorda, medio ciega, medio tonta y completamente cambiada, en el peor sentido de la palabra. Una catástrofe telúrica y espiritual a la vez nos ha trasladado a otro tiempo, y la evocación del anterior, causa de este, pone sin piedad de relieve la fragilidad, la poca seriedad, la cínica indiferencia ante lo real de quienes prepararon el traslado, empezando por los políticos y terminando con las películas.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, marzo de 1984


jueves, 4 de febrero de 2016

La escuela del malestar


Bajo este título publica Primo Siena un libro estremecedor, dedicado a la educación, a la mala educación profesada por los ángeles caídos del siglo XX.  Mientras en la URSS el sistema educativo es de lo más retrógrado y reaccionario (en el sentido que la izquierda otorga a esta palabra), en el mundo occidental, en los países pertenecientes al régimen capitalista y libertario, los mismos comunistas tratan de introducir un sistema educacional inspirado sea por el materialismo de Dewey, ya tradicional en el marco del pragmatismo norteamericano, sea dirigido por unos principios destinados en apariencia a liberar a docentes y dicentes, destinado en realidad a transformar a la juventud en carne de cañón totalitaria. El mismo estructuralismo, como lo he afirmado aquí tantas veces, no tenía sino esta meta: la de aniquilar en el alumno cualquier afán independiente y transformarlo en robot obediente, incapaz de pensar por su cuenta y de crear. El libro de Primo Siena (Scuola del malessere, Società Editrice Il Falco, Milán 1983) plantea el problema de los orígenes de dicho malestar. Suele afirmarse, desde la perspectiva del malestar, que pragmatistas y naturalistas han realizado una auténtica "revolución copernicana" en la educación de nuestro tiempo. Afirmación irreal y utópica como todo lo que tocan estos fantasmones. Auténticos copernicanos, afirma Mario Casotti, en us ensayo Antimoderno pedagógico, citado por Primo Siena, eran los metafísicos de la antigüedad que colocaban al sol en medio de la realidad, o sea a Dios, mientras los pensadores modernos, inspirados por Copérnico, situaban a la tierra in medias res, o sea al sujeto humano. Mientras los falsos copernicanos actuales deshacen el centro, tanto al antiguo como al moderno, llenan de angustia al educando como al educador y preparan el terreno para una posible sustitución del hombre por su propia sombra. Es uno de los aspectos más interesantes y dignos de ser estudiados en el marco de la degradación contemporánea, obra cada vez más evidente de la tautología marxista. Una verdadera pedagogía destinada a forjar a la persona humana, al cabo de un proceso educativo individual, ha sido sustituida por un ideal de clase, o sea de masa, hasta tal punto que el ciudadano ha sido transformado en un apólide, miembro de una sociedad llamada de la "verdadera democracia" donde lo político tiene que empapar a la sociedad escolar hasta tal punto que uno de los principios fundamentales de la democracia, el de la igualdad, pueda ser aplicado con el fin de nivelarlo todo, partiendo, sin embargo, desde lo más bajo. Es el sentido que tiene la fórmula utilizada hace años por los "libertadores" de la sociedad española cuando pedían a voz en grito una "universidad para el pueblo", concepto absurdo, exento además de cualquier valor pedagógico, ya que la Universidad, para el bien de todos, es la expresión de una élite, concepto, sin embargo, lleno de atractivos demagógicos. Países como Italia y Francia, pero también Suecia y Estados Unidos, caídos durante los años sesenta en la trampa pragmatista (léase socialista) han visto bajar de manera espectacular el nivel de sus élites, sometidas, sobre todo en las Universidades, al tiroteo político de unas minorías que habían perdido los estribos y que causaron en la sociedad occidental los mayores daños, aún no curados del todo. Italia ha sido, quizá, el país más profundamente alcanzado por dichos tiros y los resultados de aquella guerra sucia no han dejado de notarse en el mismo nivel cultural y científico de la península. Las hornadas universitarias de los últimos dos decenios han sido poco rentables por así decirlo, y la misma sociedad italiana se ha visto en la obligación, ante un Gobierno entregado a las izquierdas, a crear universidades privadas, donde el nuevo nivel de los profesores, como de los alumnos, ha permitido una ligera recuperación, cada vez más pronunciada, a medida que ha aumentado el número de educadores y educandos despolitizados. La responsabilidad de la democracia cristiana en este subdesarrollo, impuesto por los partidos marxistas, ha sido enorme.

Pero si pensamos en otro tipo de responsabilidad, habría que involucrar a Rousseau en el asunto,
como lo hace Primo Siena también, en el capítulo titulado "Los equívocos de la nueva educación". Y que de nuevo no tiene nada, ya que no es sino la continuación de la vieja herejía igualitaria del siglo XVIII, presente en todo intento de metamorfosis humana, a lo largo de los últimos dos siglos, y cuyo fin inmediato ha sido siempre la revolución, mejor dicho el retorno de la humanidad a un estado de ánimo casi animálico, fácilmente gobernable, como lo han demostrado tanto los mismos Estados donde la revolución, como en Cuba o la URSS, se ha hecho con el poder, sea  [sic] en las novelas futuribles de Zamiatin, Huxley, Orwell y demás escritores interesados por el problema y deseosos de revelar la verdad a sus lectores. De esta manera los lemas revolucionarios, los de 1789 como los de 1917 y alrededores, se han vuelto orwellianos: la libertad es la esclavitud, la paz es la guerra, la ignorancia es la fuerza. En efecto, cada uno de estos lemas, partiendo desde unos principios establecidos en los libros de los enciclopedistas y, mucho más tarde, desde las ideas del marxismo, ha dado una impresionante vuelta sobre sí mismo y hoy hemos llegado a saber hasta qué punto la paz propuesta por los soviéticos, en todos los continentes, es la guerra, mientras su libertad es la de los gulags, cuya fuerza mana directamente desde la ignorancia propuesta como fuente de todos los saberes por la "nueva educación". Sería ocioso insistir en estos aspectos de un programa que puede poseer varios nombres y rótulos, según el sector donde tratan de aplicarlo, y que tienen el mismo contenido, destinado a acabar con la última resistencia del hombre. El rinoceronte, como en el drama de política-ficción de Ionesco, es el ideal de esta pedagogía.


El error más evidentemente garrafal de la llamada "nueva escuela" ha sido el de insistir, a pesar de todo, en la "libertad del dicente". La libertad, como principio fundamental de la revolución (?), ha sido trasladada a la escuela, opuesta a la idea tradicional de la "autoridad del docente". Primo Siena acude en este capítulo a los comentarios que hacía Maurras de la autoridad, descendida desde lo alto, única productora de libertad, ya que esta, contrariamente a lo formulado por Rousseau, no es un privilegio innato, sino una lenta conquista. El hombre alcanza el nivel capaz de otorgarle liberad, después de haber sido iniciado a todos los secretos de la sabiduría, bajo la protección de la auctoritas; siendo esta tanto política, como religiosa y pedagógica, procedentes todas ellas de la protección inicial, como una introducción a la iniciación, que es la familia. La lucha contra la familia, como la [que se lleva] en contra de la Iglesia, o de la Justicia, o del Ejército y de cualquier forma de autoridad sine qua non para que el individuo se vuelva ser humano, formado y no nacido, cobra de repente, bajo esta perspectiva, una espeluznante actualidad. La lucha dentro de la escuela representa en el fondo y simboliza al mismo tiempo lo que, desde un punto de vista macrocósmico, está sucediendo en todas partes, o sea en todos los frentes de lo humano. No se trata de hacer, sino de deshacer. Podemos pues definir la autoridad, utilizando las mismas palabras del pedagogo italiano, como una forma de libertad que se perfecciona dentro de la ley. "En la escuela no ingresa el hombre integral, escribe Primo Siena, porque es natural que cuando el hombre haya alcanzado la integralidad de su persona no necesita sentarse en el banco del dicente... En la escuela entra, al contrario, el hombre por hacer, la persona a educar." Ruskin, citado por Siena, decía también que cualquier tipo de "...educación superior del alma se basa en la obediencia y, si conduce a la libertad, nunca parte de ella."

En conclusión, todo educador que [¿no?] plantea su problema desde el punto de vista de la formación desde una auctoritas capaz de otorgar al alumno una consciencia nacional, no es un educador, sino un instrumento de la utopía, a la que la educación realista que propugna Primo Siena en su libro, opone la tradición, lo que, en el fondo, nos lleva volens nolens a la defensa de todas las instituciones que manan desde el derecho natural. Podríamos afirmar incluso, siguiendo el mismo cauce apuntado más arriba, que el desequilibrio, la angustia, el malestar anímico de las nuevas generaciones, que buscan afanosamente ideales imposibles o curaciones urgentes de su profunda crisis inicial en el terrorismo y en la droga, la una inserta lógicamente en el otro, proceden de la crisis fundamental que es la de la educación. El hombre ha sido trastornado desde la escuela, sin posibilidades, al salir de ella, de comprender lo que significa la integración en la patria, en la sociedad bajo cualquier forma posible, en la nueva familia, en el mester mismo de cada ciudadano, que pierde de este modo cualquier necesidad de ser. El trabajo, el amor a la vida y a los demás –ya que es este el sentido del trabajo, vivir y ayudar a vivir– no tiene sentido, puesto que los demás son el infierno, según la fórmula de uno de los grandes responsables del caos, el Sartre de su obra completa, ya que no ha escrito una sola página sin pensar en la posibilidad de hacer daño a sus contemporáneos. Su responsabilidad ha sido tan grande como la de los distribuidores de heroína.

Es así como ha surgido la contestación en el marco de la escuela y la degradación instantánea de los ideales de 1968. Tanto Marcuse como, indirectamente, los pedagogos de la libertad-contra-la-autoridad, han moldeado un tipo humano, el del docente como el del dicente, que constituye, hoy todavía, la imagen más elocuente y más dolorosa, desde un punto de vista de un futuro posible en ese sentido, de la decadencia, tanto en el mundo capitalista como en el comunista, ya que la imagen es complementaria. El autoritarismo de la escuela soviética no es sino el espejo de lo que ha de ser el hombre siguiendo la huella de una subversión llamada "nueva educación", tan antigua como el mal. Piensen en los sofistas, enemigos de Platón, y entenderán en el acto lo que el ser humano puede ser, lo que no fue merced a la oposición de la Academia, pero que está cuajando hoy mismo dentro de una sociedad que supo envenenar a Sócrates, sin saber engendrar a su discípulo.

Por este motivo, libros como los de Primo Siena se vuelven, al mismo tiempo, dinamita y bálsamo, látigo y medicina.

Vintila Horia, en El Alcázar, marzo de 1984