sábado, 15 de octubre de 2011

El poeta que abandonó la poesía


El novelista norteamericano Henry Miller, autor del Trópico de cáncer, escribió un ensayo sobre el poeta Arturo Rimbaud (El tiempo de los asesinos, Alianza Editorial, Madrid, 1983). Miller formó parte, como es sabido, de la “generación perdida” y abandonó su país. “Como Rimbaud, escribe, yo odiaba el lugar en que había nacido; y lo odiaré hasta el día de mi muerte. Mi más antiguo impulso es el de huir de casa, de la ciudad que detesto, del país y de su gente con la que no siento nada en común.” Estas líneas deben haber sido escritas en los años cincuenta, ya que el autor afirma en el prefacio que en el mes “... de octubre pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Rimbaud”. En efecto, el autor de “Una estación en el infierno” nació en 1854 y falleció en 1891. igual que Dos Passos o Hemingway, Miller empezó por odiar a su propio país para enamorarse más tarde de la gente y del paisaje que no le decían nada en su juventud, hasta tal punto que se retiró encima de un acantilado mirando hacia el Pacífico y escribió sus últimos libros en son de patriotismo yanqui. Lo que es normal y representativo. Resulta difícil no tener caprichos en los años de la juventud, sin embargo la experiencia, si es que trae sabiduría, nos devuelve al cauce antiguo o tradicional, dentro del cual el amor a la patria constituye un valor fundamental.

De la misma manera, Rimbaud se embarca en la locura de la Comuna de París, en 1871, luego se aparta de ella horrorizado, escribe sus poemas y abandona Francia y la poesía a la vez. Vagabundeará por África, traficará con armas y esclavos, con el fin de ahorrar dinero y regresar, si no rico, por lo menos con un dinero suficiente para “liberarse”, como él decía, de toda preocupación material. Consigue ahorrar cuarenta mil francos, pero se pone enfermo, tiene que regresar, es internado en un hospital de Marsella, donde le amputan una pierna y donde fallecerá a la edad de treinta y seis años. El sacerdote que lo confiesa horas antes de morir afirma ante su hermana Isabel que nunca había encontrado un cristiano tan auténtico. Desde el comunismo y el ateísmo el camino había sido largo para llegar otra vez a Francia y a la fe. Pero Rimbaud llegó. Quizá sea este el camino menos recto y más correcto.

Escribe Miller con mucha agudeza: “Había identificado su destino personal al [sic] de la época más crucial de que el hombre tuviera noticia... Si el poeta no puede hablar ya en nombre de la sociedad, sino sólo en el suyo propio, es que hemos quemado el último cartucho... ¿Cuál es la tendencia actual de la poesía y dónde está el eslabón entre el poeta y su auditorio? ¿Cuál es el mensaje?... ¿Cuál es la voz que se hace escuchar ahora, la del poeta o la del hombre de ciencia? ¿Nos preocupa la belleza, por amarga que sea, o la energía atómica? ¿Cuál es la principal emoción que inspiran actualmente nuestros grandes descubrimientos? El espanto. Poseemos el conocimiento sin la sabiduría, la comodidad sin la seguridad, la creencia sin la fe.” Cada vez más clara y obsesionante se apodera de nosotros la sensación de que alguien, en el pasado próximo, tuvo la intuición de esto. Quizá el mismo Rimbaud, como también Nietzsche y Dostoievski. Y puesto que la segunda mitad del siglo XIX “... fue uno de los períodos más malditos de la historia”, y después de la terrible experiencia de la Comuna, Rimbaud comprende que “... la revolución es tan vacua y nauseabunda como la vida cotidiana de sumisión y conformidad”.

Pensamientos profundos a los que no resulta difícil adherirse. Creo, sin embargo, que la antipatía de Miller para con la ciencia no está justificada. Es curioso cómo un escritor norteamericano no haya podido alcanzar un conocimiento exacto del mensaje de la ciencia, sobre todo ahora, cuando al margen de las ideologías, la ciencia nos ayuda a recuperar valores perdidos. Pero Miller pasó muchos años en un París descompuesto, frágil y letal, que coincide con frágiles e impertinentes conocimientos, como buena parte del surrealismo. Andrés Breton fue también un ignorante ante la novedad científica y, junto con él, los surrealistas disidentes de Luis Aragon, los marxistas clamando por la libertad dentro de la misma cárcel soviética, con sede en París, o en Roma, o en todas partes donde el poeta occidental podía gritar impunemente, como hoy los verdes alemanes, en contra de la burguesía, podrida sí, pero libre, y a favor de los comunistas, más podridos todavía porque exentos de la conciencia de la libertad. Fue quizá Cortázar quien mejor dio cuenta de lo que fue París después de la primera como de la Segunda Guerras Mundiales [sic], porque supo poner de relieve el sentido de hoguera de las almas que aquella ciudad escondía detrás de sus flamantes ilusiones. Si Europa se va a hundir un día, bajo cualquier tipo de avalancha o inundación humanas, esto se deberá en primer lugar a la incertidumbre que París sembró en las almas durante decenios seguidos, quitándoles cualquier deseo de resistencia y de afán de sobrevivir. Enterró, al lado de sus propios huesos, todo un ejército de almas inocentes. Miller fue una de ellas, pero tuvo la suerte de volver a encontrar su camino que le llevó, por fin, allí donde había empezado. Quizá como Rimbaud. Por este motivo, probablemente, podríamos situar a los dos dentro de una actitud justa ante la vida, siendo justo sinónimo de derecha.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, noviembre 1984


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