miércoles, 9 de junio de 2010

Moeller y Unamuno


Creo que el análisis que hace Charles Moeller en su cuarto tomo (Literatura del siglo XX y cristianismo, Ed. Gredos, tercera edición, 1964) del derrotero espiritual de Unamuno es uno de los mejores y de los más completos. El teólogo y el crítico literario aúnan sus esfuerzos en un cuadro realmente hermoso y completo. No diría lo mismo del análisis literario de la obra unamuniana, que pasa por encima de una de las novelas más brillantes de la literatura española de nuestro tiempo y uno de los dramas más representativos del cristiano, del cura que pierde la fe y no lo confiesa nunca para no quitar a sus feligreses la mayor de las esperanzas. Me refiero a San Manuel Bueno, mártir, libro al que considero como algo tan grande y tan fundamental para España como La vida es sueño. No sólo porque las dos obras se parecen en su técnica y otorgan al conceptismo, a la tragedia interior, un papel dominante que caracteriza lo mejor del alma española de siempre, sino, también, porque logra conmover al lector hasta los cimientos de su sensibilidad y conciencia.

Es a través de una novela, San Manuel Bueno, mártir, como Unamuno aparece en su esplendor de novelista católico, superior al de La farisea de Mauriac, sólo comparable quizá, como intensidad dramática, al Moira de Julien Green o a algunos momentos privilegiados que consigue Bernanos. Algo hay, en la tragedia de don Manuel Bueno, de la autobiografía del autor y, sobre todo, de su juventud atea, de aquel período de su vida cuando abandona el cristianismo al perder la fe y que habrá constituido la época más triste de su existencia de hombre necesitado de religión. Creo que Unamuno fue uno de los hombres más religiosos de España y quizá de la Europa de su tiempo. Un héroe moderno en un sentido nada laico, un intelectual preocupado por su preparación universitaria, su literatura personal, su felicidad matrimonial, sus lecturas filosóficas, pero profundamente inserto en lo que Moeller llama “la esperanza desesperada” y que no corresponde del todo a la vivencia unamuniana. Sí, entiendo la alusión existencialista, me doy cuenta de que la lectura de Kierkegaard fue muy importante para el filósofo Unamuno, como también la de algunos textos protestantes, pero no lograremos nunca dar con la clave, hablando de aquel espíritu que fue carne viva durante toda su vida, sin aproximarlo a sus auténticos maestros y a su auténtica peregrinación a través de escollos autobiográficos e históricos contemporáneos. El vasco Unamuno se había convertido no sólo a Castilla, y fue, como sabemos, uno de los pintores más apasionados del paisaje castellano, sino a la manera castellana de entender lo religioso. No fue sólo un católico libresco, víctima de sus lecturas de todo tipo; fue, sobre todo, un atormentado, no diría a la altura de algún que otro santo, pero sí a la de los sufrimientos que implica el acercarse castellanamente a Cristo y a tratar de comprender [sic]. Entiendo perfectamente sus dudas ante la existencia del infierno, ya que, como él decía, ¿qué tiene que ver lo infinito, relacionado con el castigo infernal, con la finitud del destino humano? ¿Cómo aceptar la idea de Dios, el Dios bueno de los cristianos, el que se ha hecho hombre para estar más cerca de nuestras dudas y padecimientos, el Dios del perdón, con la nocturnidad del castigo sin fin?

Se me ocurre comparar a dos escritores que, si no se conocieron personalmente, intercambiaron cartas y colaboraciones: Unamuno y Papini. Devoradores de libros, conocedores de Kierkegaard en un momento en que pocos europeos pensaban en el fundador del existencialismo, universitario por vocación y destino, el español, autodidacta el italiano, atormentados los dos por el sentimiento trágico y cristiano de la vida, víctimas a menudo de lo que Unamuno llamaba “la inquisición atea”. Ateos ellos mismos en su juventud, volvieron la cara hacia la Verdad en momentos más o menos parecidos, o por lo menos paralelos, y forman, cada uno en su cultura, un dúo espiritual que ha dejado huellas profundas en el corazón de Europa.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 29 mayo 1986


__

lunes, 12 de abril de 2010

Forma y sentido de Osvaldo Spengler


(En el cincuenta aniversario de su muerte)


El autor de El crepúsculo de Occidente, de Años decisivos y de otros estudios dedicados a la interpretación de la Historia universal, nació en 1880 en Blankenburg am Harz, y falleció el 8 de mayo de 1936, en Munich. Podemos considerarlo como una de las personalidades más representativas de nuestro tiempo por haber sabido clasificar los grandes períodos de la Historia, por haber podido encontrar un sentido y una explicación al correr aparentemente absurdo de los milenios y por haber creado un método de investigación en el que, volens nolens, están hoy todos los especialistas en la materia. Puede haberse equivocado en muchas afirmaciones, puede haber pecado por exageración sistemática y puede haber confundido erróneamente el crecimiento del hombre en el marco de las culturas con el crecimiento de las plantas y de otros organismos vinculados a la naturaleza, sin embargo resulta imposible hablar de una posible filosofía de la Historia sin mencionar a Spengler. Me pregunto a menudo, leyendo las críticas que hombres ilustres le han dedicado desde 1920 a esta parte, cómo ha resistido su libro a tantos ataques, la mayor parte de ellos justificados y objetivos; y me doy cuenta de que el mérito del pensador alemán, autor de lo que él mismo llamaba “una filosofía alemana”, ha sido el de poner las bases de una epistemología de los acontecimientos, de haber edificado un pasado humano total, una vez investigadas no sólo todas las culturas y civilizaciones, sino sobre todo el conjunto de todos los saberes. Es preciso considerar al hombre como un todo y disponer de una visión holística en el marco de cualquier disciplina. Yo mismo he dedicado muchos años de mi vida a enfocar la literatura desde todos los puntos de vista posibles y he tratado de explicar a los grandes autores de mi siglo en el mismo marco en que la ciencia, la psicología, el arte o la religión desarrollaban banderas contemporáneas. Y es así como los novelistas realmente humanos del siglo XX han intentado reflejar al hombre de su tiempo, o de otros tiempos, teniendo en cuenta su imagen entera. Estamos lejos del homo oeconomicus, o del animal político, o del homo ludens, o de los tratados de sutil psicología en que se habían transformado, con Proust, las novelas de los años veinte. Estamos lejos de la clave cretinizante del realismo socialista, desde que Spengler nos enseñó al hombre ocupando el centro de todas las cosas. El hombre como creador de cultura y de civilización.

Otro progreso spengleriano ha sido marcado por la actitud del filósofo ante la cultura occidental. Mientras Bossuet y Vico, considerados como los primeros pensadores de la Historia, lo enfocaron todo según una perspectiva europea y situaron a Europa en el centro de la Historia universal, Spengler da prioridad a veces a otros ciclos culturales y deshace el mito de la centralidad de nuestro continente. Al antiguo esquema dentro del cual “...las altas culturas describen sus órbitas en torno a nosotros como inevitable centro de todo el acontecer universal...” Spengler lo llama “sistema ptolemaico de la historia”, mientras considera como una revolución copernicana “dentro del ámbito histórico” el nuevo sistema según el cual Occidente, desde Grecia hasta hoy, no ocupa un puesto preferente ante las demás civilizaciones.

Sin embargo, creo que la importancia de Spengler es preciso buscarla en otra parte, o, mejor dicho, en aquella parte de su pensamiento en que su propia filosofía coincide con el pensamiento, la ciencia y el arte de su tiempo. Decía antes que el mérito de Spengler había sido el de enfocar holísticamente al acontecer histórico y de haber creado un método por primera vez valedero dentro de la historiografía, en el sentido de que no sólo los reyes, las batallas y los tratados internacionales forman materia para la Historia, sino el conjunto de las creaciones de todo tipo. Lo que le hace pensar que los templos como el teatro griegos coinciden perfectamente con la matemática euclidea, mientras la política y el arte de la época de Luis XV coinciden con la filosofía de Descartes y las matemáticas del siglo XVIII. Del mismo modo podemos afirmar que las mismas teorías de Spengler y el antideterminismo de su sistema pertenecen al antideterminismo cuántico. Al comentar la obra de Spengler, Joseph Vogt, en su libro El concepto de la Historia, de Ranke a Toynbee (Colección Punto Omega, Ed. Guadarrama, Madrid 1971) escribe: “Su pensamiento histórico no se dirige al conocimiento inductivo de los fenómenos ni a la determinación de la causalidad, sino a la aprehensión intuitiva del destino y a la interpretación artística de las estructuras ocultas... aquí no se trata de leyes de causalidad, sino de forma y destino.” Definición acertada que coloca a Spengler en medio de la filosofía de su época y por encima, evidentemente, del materialismo dialéctico, cuyo determinismo resulta hoy casi cómico. Cuando Luis Suárez, en su libro Grandes interpretaciones de la Historia (Ed. Eunsa, Pamplona, cuarta edición 1981) cree que “La decadencia de Occidente... fue el ensayo más importante, desde San Agustín, para dar a la Historia una interpretación completa...”, tiene razón en el sentido esbozado más arriba. La intuición, la poesía como otra técnica de acercamiento al cosmos, el alma de las civilizaciones, el espíritu como dominante, son también características de las nuevas formas occidentales de aprehender lo real. Nos hemos salido del racionalismo decimoctavo y hemos enfocado el mundo según técnicas especiales, mucho más completas, dentro de las cuales el subjetivismo puesto de relieve por Heisenberg y por los teólogos se aparta de los esquemas simplistas del pasado cartesiano. La decadencia de Occidente, bajo este aspecto, está mucho más cerca del Ulises de Joyce que de la metodología de Taine, Ranke o los materialistas. Hay un indeterminismo histórico que sitúa a lo individual por encima de los grandes números, al genio por encima de la humanidad, sencillamente porque, como cree saber Spengler, la humanidad no existe.

También es novedosa en Spengler la separación que realiza entre cultura y civilización. En el ciclo occidental, por ejemplo, en una primera fase, Grecia es la cultura, con el predominio de lo religioso y lo artístico, mientras Roma sería la civilización, con la ciencia, la técnica, el pragmatismo filosófico, etcétera. La Edad Media, en una segunda fase, y el Renacimiento, hasta una época muy tardía, formarían la fase cultural de Europa, mientras todo lo que sigue, basado en el desarrollo de las técnicas, formaría lo que llamamos precisamente civilización occidental. Todos estos grandes ciclos viven y mueren en la soledad, cada uno tiene su forma y destino, igual que las plantas. En el segundo tomo de su libro, Spengler trata de establecer un paralelismo más o menos logrado entre plantas y animales, entre la falta de libertad de los primeros y la libertad de las libélulas, o de las águilas. Hoy sabemos, apoyándonos tanto en Konrad Lorenz como en nuestra propia experiencia, hasta qué punto los animales no son libres. Se mueven, sí, pero el instinto les encadena a una forma de no evolución más que evidente. Las cigüeñas no perfeccionan sus admirables nidos, los construyen de la misma manera, siguiendo la misma técnica desde los comienzos de la especie. No son más libres que las plantas, a pesar de las apariencias. Las culturas y las civilizaciones, en cambio, comunican entre sí, no viven y mueren en la soledad. ¿Qué sería Grecia sin Egipto? ¿Y este sin Babilonia? ¿Qué sería la civilización arábiga, como la llama el pensador alemán, sin Aristóteles? ¿Y el siglo XVIII francés sin el arte y el pensamiento de los griegos y de los romanos? Hay un naturalismo spengleriano que invalida a veces su teoría entera.

También sus profecías se han equivocado a menudo, fiel en este sentido a su indeterminismo. Cuando piensa, por ejemplo, que Alemania se estaba acercando a un régimen monárquico restaurado, destinado (en 1922, cuando escribe su ensayo sobre socialismo y prusianismo) a sustituir la democracia decadente, heredera “de la anarquía francesa y de la piratería inglesa”. No sucedió así y Spengler tuvo la suerte de fallecer antes de 1945, cuando su sueño se quemó junto con el Berlín de su juventud. Hablando, en cambio, de Rusia, pensaba que el comunismo era una forma tan falaz y perecedera, tan superficialmente adherida a la esencia rusa como el intento de occidentalización de Pedro el Grande. Rusia era un país de campesinos, profundamente moldeados por el cristianismo y su futuro iba a coger el rumbo indicado por las profundidades, tal como Dostoievski lo había profetizado también. Es posible, en este caso, que Spengler no se haya equivocado, porque antes del fin de este siglo es probable que la esencia pueda con la existencia, como suele suceder. Entonces se cumpliría la profecía spengleriana según la cual esta nueva forma rusa de ser podría volverse lo que él llamaba “un tercer cristianismo”. Y Fátima no está lejos de esa posibilidad.

Pero con esto nos salimos de la Historia como ciencia y volvemos a otra perspectiva spengleriana: a la naturaleza hay que acometerla con las armas de la ciencia, pero “la Historia debe ser objeto de la poesía”. En este caso, si nos referimos al futuro de Rusia según la intuición de Spengler, siendo la intuición un método paralelo al de la deducción y del experimento, nos encontramos fuera de cualquier análisis científico contemporáneo. El futuro de Rusia aparece más claro bajo la revelación hecha en Fátima en 1917 (año de la Revolución de octubre, no hay que olvidarlo, pero lo que la Virgen anunció a los niños portugueses tiene lugar unos meses antes), como también bajo la intuición del filósofo de la Historia. Es imprevisible todo lo que enfocamos bajo el dictamen de la materia, objeto de la ciencia y siendo el ser humano una partícula, un microcosmos y, por ende, algo sometido a la ley de la incertidumbre o indeterminación, es también improfetizable; pero todo se vuelve previsible en el marco de la intuición y de la profecía (religiosa). Sea en un terreno dominado por la psicología (inconsciente personal y colectivo), sea en el de lo religioso (los profetas del Antiguo Testamento) o de la poesía como técnica de un conocimiento antideterminista también, el futuro aparece como una posibilidad de “profecía al revés”, poco científica por supuesto, pero ¿qué es hoy la ciencia comparada con lo que fue ayer? Spengler, una vez situado dentro de las novedades del siglo, puede aparecernos como un destructor de prejuicios materialistas y como un innovador, a pesar de los residuos científicos que enturbian a menudo su sistema, pero provoca más tarde la réplica genial de Arnold Toynbee, en el marco del desarrollo “metafísico” de todas las demás disciplinas.

Vintila Horia, en El Alcázar, 29 mayo 1986

__

viernes, 15 de enero de 2010

Con Kazantzaki, a Toledo


Buscando un libro en mi biblioteca, me encontré un tomo de Nikos Kazantzaki, el autor de Cristo otra vez crucificado, un libro de artículos y de notas de viaje titulado Del monte Sinaí a la isla de Venus, publicado en París hace bastantes años (1958) y donde figura un capítulo dedicado a Toledo. Como esta ciudad es en este momento la pasión del autor de estas líneas, me precipité sobre él y lo devoré en pocos minutos. La garra del escritor está presente en cada palabra, en cada imagen. Pinceladas cortas y audaces, colores vivos, mediterráneos, claroscuros barrocos, exactamente como en la novela citada más arriba o como en Zorba el griego. El mismo comienzo es dramático y sugestivo. El escritor conserva en la memoria el recuerdo de un Toledo imaginado a lo largo de los años, inspirado en los libros, los cuadros y las fotografías. Lo que dominaba los recuerdos era el mismo cuadro del Greco, con aquel relámpago azul que corta el mundo en dos. Cuando Kazantzaki llega a Toledo es de primavera [sic], el aire dulce y pacífico envuelve la ciudad en un manto de paz. No hay drama. “España es el invento de algunos poetas y pintores y de algunos turistas apasionados.” La realidad es otra. El demonio que el escritor lleva a su izquierda, encima del hombro, le susurra palabras en el oído, palabras poco agradables para la ciudad imperial. ¡Qué aburrimiento! Pero el ángel, desde el otro hombro dice: “¿Y si fuéramos a ver a El Greco?” El demonio sabía perfectamente por qué se aburría y por qué Toledo no le gustaba. Pero el ángel también sabía la razón de lo contrario. Toledo es una ciudad dominada por un ángel, habitada por lo sagrado, ilustrada por uno de los pintores religiosos más grandes de todos los tiempos.

Y se van a visitar la casa de El Greco, el cretense, envueltos en una atmósfera que, según Kazantzaki, evoca y recuerda Creta. La misma luz, las mismas mujeres, los mismos olores. Los árabes como parte del telón de fondo. Los seres que animan los cuadros de El Greco parecen como consumidos por el fuego: “Todos los apóstoles arden”, afirma contemplando a San Bartolomé y a San Andrés. La luz es un fuego y no viene del sol sino desde una luna trágica. Y este ardor aumenta con la edad. El Greco se vuelve cada vez más apasionado y esencial. Un miedo metafísico domina los últimos cuadros. “Uno no deja de pensar en las fuerzas oscuras. La alquimia, la magia, la brujería, el exorcismo.” Sus personajes se parecen a unos muertos que acaban de recobrar la vida, conservando sin embargo algo, un dejo de los colores del más allá. Preciosa manera de definir la extraña luz que domina los cuadros del toledano. Ahí está, creo, la llave del enigma. No hay nada de magia o de alquimia en la obra del pintor. Para comprenderlo no es preciso, como hace Kazantzaki, retrotraerlo a Creta, porque es el espíritu de Castilla, el significado mismo de Toledo en aquel fin de siglo, lo que empapa de luz nueva la pintura del cretense castellanizado, del griego católico que encuentra en la colina, a la que Rilke llama “el monte de la revelación”, los últimos secretos de su arte poético. Nada de Oriente palestinense, como pensaba Marañón, ni de magia árabe, ni de recuerdos cretenses. El Greco conserva de su educación y formación originarias sólo un recuerdo imperecedor [sic], el de Platón y de su concepción del mundo. Todo el resto se lo concede Toledo, como centro de un imperio ecuménico, un experimento inaudito e inédito, inscrito en los rostros del “Entierro del señor de Orgaz”. El alma que habita sus cuadros es la que vive en aquellos rostros y da vida a aquellos cuerpos inmortales. ¿Por qué no habla Kazantzaki del “Entierro...”? Difícil contestarlo. Ni siquiera lo cita, y es la obra maestra de su cretense. Nos habla, pues, de todo menos de lo fundamental. Hubiera sido interesante escuchar su opinión ante el cuadro por antonomasia. Pero lo elude y no sabemos por qué. Si no lo ha visto, esto me resulta imperdonable. Si lo ha visto y le ha inspirado menos pensamientos y admiración que los demás cuadros del pintor, me resulta incomprensible. El capítulo sobre Toledo se ha quedado como inválido y no podrá nunca sanarlo, ya que ha salido, hace tiempo ya, hacia la parte superior, como hubieran dicho El Greco y Platón juntos.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, septiembre 1984
__