sábado, 28 de marzo de 2009

Quién y cómo fue el rey de El Escorial


Una de las biografías más apasionantes que haya leído últimamente es el Felipe II, de Geoffrey Parker (Alianza Editorial, Madrid 1984), no sólo por el quién sino sobre todo por el cómo. Porque hay muchos libros dedicados al rey prudente, desde las maldades de Brantome, las mentiras de Orange o las insulsas consideraciones de Antonio Pérez, fuentes de la leyenda negra, hasta la historia anecdótica de Van der Hammen o la espléndida narración de Luis Cabrera de Córdova. La mayor parte de los libros sobre España en general y sobre Felipe II, en particular, se publicaban en el extranjero y eran el espejo clarísimo de los sentimientos inspirados por España y su rey a holandeses, ingleses, franceses o italianos, cuyos territorios habían sido ocupados o directamente amenazados por el poderío español. “Mientras penetraba con mayor profundidad el poder español en Europa, se extendía con él la leyenda negra.”

Pero la razón principal y la primera fuente de la leyenda negra ha sido de origen religioso. “La persecución del protestantismo por los Habsburgo no hizo más que intensificar la campaña contra España.” Si consideramos objetivamente hechos como la ocupación de gran parte de Italia, el frecuente conflicto con la Santa Sede y con Venecia, el fomentar una guerra civil en Francia, subvencionada desde Madrid y que duró casi un siglo; las victorias de Carlos I y de su hijo sobre los protestantes, la anexión de Portugal y de su imperio colonial, el susto, aún presente en el inconsciente colectivo inglés, producido por la expedición de la Invencible, el conflicto con Holanda, mantenido por los ingleses al rojo vivo, la rectitud de una conducta política inspirada siempre en la ortodoxia religiosa, que no conoció nunca desvíos ni titubeos, resulta explicable la doble antipatía a la que aludíamos antes. El teatro, la novela, la poesía, las universidades, las cortes europeas, los maniobreros políticos, los mismos banqueros amenazados por las quiebras españolas debidas a la universalidad de sus guerras emprendidas todas ellas en nombre del cristianismo, todo el mundo se levantó contra España –y a menudo desde dentro- con el fin de detener el ímpetu de la “furia spagnola” como la llamaban los italianos. Y no me parece justo enfocar la Historia de España del siglo XVI bajo otro punto de vista. De ahí el aspecto de grandeza única que tiene la aventura española en Europa, en África y en las Américas, su tono entre místico, medieval y universal, militar y religioso al mismo tiempo, y el apasionamiento de sus enemigos, que fueron siempre rivales heridos en su orgullo.

¿Cómo fue el rey que dominó aquella aventura durante más de medio siglo? Creo que no hay respuesta valedera a dicha pregunta. ¿Cómo fue realmente Cervantes?, sería una manera correcta de contestarla. Porque a ninguna de ella[s] podemos encontrar suficientes argumentos para reconstituir un personaje modélico, capaz de reproducir delante de nosotros la figura física y espiritual de los dos genios que llevaron el nombre de España más allá de sus propios ocasos. Por este motivo, y considerando la distancia que nos separa de ellos en el tiempo, creo que sólo un novelista genial lograría recomponer la época, el lugar y sobre todo el Madrid y El Escorial de entonces, la religiosidad fundamental del personaje, su tragedia innata, o su inclinación hacia la tragedia, que es la del teatro español del XVI, y la presencia paralela de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, el Quijote como conclusión de todo aquello y Las Lusíadas como introducción, y, al recomponer este complicado juego de paisajes y personas lograría dar vida a un Felipe II auténtico, al que los historiadores no son capaces de hacer revivir. Y esto es lógico, por el otro lado, porque un personaje como el hijo de Carlos I y de la gran señora que fue Isabel de Portugal, no es sólo producto de unos documentos, como lo piensa Geoffrey Parker, al final de su bellísimo libro; y tampoco puede el retrato de un pintor dar cuenta de la complejidad interior de alguien que manejaba papeles, hasta cuatrocientos al día, y, al mismo tiempo, cazaba, admiraba el paisaje igual que un romántico, pensaba en amoríos e intrigas, se preocupaba por sus jardines, palacios, tierras, bibliotecas y colecciones, y tenía que conducir guerras en el Mediterráneo y en Flandes, en Alemania, en Francia y en Italia, amén de las dificultades con las que tenía que enfrentarse en las Alpujarras o en Aragón. “Todo esto sobrepasa la posibilidad de imaginación limitada a la ciencia de los archivos a la que [sic] un historiador casi nunca puede sobrevolar con plenitud.

Es evidente que la herencia de Juana la Loca, por un lado, y la de los Habsburgo por el otro –piensen por ejemplo en la larga y complicada historia de Rodolfo II de Austria (véanse el Carlos de Europa, de Wyndham Lewis, y el Rodolfo II de Habsburgo de Philippe Erlanger, ambos en la Colección Austral, de Espasa Calpe)- formaron la base caracterial de Felipe y que la magnitud de su obra, la inmensidad de su tarea, a la que no siempre supo corresponder de manera total y eficaz, dieron al personaje un matiz difícilmente encajable en los moldes de las corrientes históricas y menos todavía en el molde cuantitativo de Pierre Chaunu. Es la cualidad, por encima de todo, lo que mueve al rey, como al hombre Felipe II y lo perfecciona o lo arruina en casi todas sus empresas. Es, a la vez, hijo y padre de su época. Pudo haber tenido muchos defectos, como todos los seres humanos, pero creo que el defecto mayor que se le imputa, la burocratización de su imperio y el estilo de su misma administración, fueron más bien admirables que imperfectos, ya que por primera vez en la historia algo tan descomunal como un imperio donde nunca se levantaba y nunca se ponía el sol planteaba, desde sus mismos principios, problemas que no tenían solución. Rusia posee hoy el territorio más grande del mundo y, a pesar de una técnica incomparablemente más desarrollada que la de que disponía Felipe II, no logra dominarlo, se desmaya anualmente ante la improductividad agrícola de su política y se cae de cansancio ante sus Flandes meridionales que son el Afganistán del presente y los claros afganistanes del futuro. Al contrario, Felipe II, tal como dirige desde El escorial en el verano y desde Madrid en el invierno, su imperio sin fin, me aparece hoy como el administrador más hábil y organizado que la humanidad haya jamás conocido, ya que improvisaba como mejor podía, en medio de unas sorpresas que surgían diariamente ante él y sus consejos y juntas, y a las que solucionaba con escritos destinados a ser leídos meses y años después de que los hechos se hubiesen producido. Su política puede ser considerada como la primera política, o administración, capaz de corresponder a las exigencias de los tiempos modernos y a las de unos espacios, modernos también, en cuanto planteamientos infinitos.

Además, temas y situaciones como la muerte de Escobedo, en la que tuvo un papel evidente, relacionado con las locuras políticas de su hermanastro en Flandes, por un lado, y el arresto y luego la muerte de don Carlos, por el otro, habrán interpretado su papel en una vida aferrada rigurosamente a la religión.

Lo que hubiera podido ser un Escorial gótico me sugiere de repente otra perspectiva. Podemos considerar, pues, el año 1561, cuando la capital se traslada de Toledo a Madrid, y una vez terminado al real monasterio, a El Escorial veraniego, como un año límite en la historia de España, como la fecha en que empieza a resquebrajarse desde dentro la magna aventura española. Y, sin embargo, no pudo ser de otra manera. En Carlos I no hay rasgos humanistas, quiero decir renacentistas, ni en el carácter ni en la cultura, ni en su actitud cotidiana ante la vida y la política. Su centro es Toledo, lo contrario de todo lo demás en la Europa de entonces. Mientras Felipe se aparta de Toledo, inaugura en Madrid una ciudad más bien barroca y en el Escorial un epicentro político situado bajo una cúpula renacentista pensada por fray Juan Bautista de Toledo, alumno de Miguel Ángel y terminada por Juan de Herrera, arquitecto, humanista y mago. ¿Hasta qué punto interviene la magia en la vida del soberano y de su arquitecto? La magia, claro está, como característica renacentista. Sabemos que leía a Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola y que poseía, según Parker, “por lo menos doscientos libros de magia –herméticos, astrológicos y cabalísticos...”

Evidentemente, no fue Felipe II el primer humanista español y tampoco se le puede reprochar de alguna manera su inclinación que no era sino un modo involuntario de insertarse en su tiempo. Sin embargo, el drama evolucionó visiblemente entre 1561 y 1616 y produce, en sus conclusiones y postrimerías, victorias militares, derrotas, obras maestras, tragedias de todo tipo, ensanches en lo ecuménico y pérdidas esenciales. Entre el abandono de Toledo y la muerte de Cervantes, en pleno auge creador, España juega su último acto, si es que podemos fijar unas fechas para el desarrollo de una tragedia tan inmensa, tan plenitudinaria [sic] desde el punto de vista humano, y tan compleja. Pero este mismo balanceo entre lo medieval, que fue el meollo de todos los éxitos españoles, políticos, militares y culturales, y el humanismo europeo, italiano sobre todo, entre Dante y Maquiavelo podríamos decir para simplificar el asunto, acabó con la victoria del segundo y con la derrota lenta, terrible, de una Numancia nacional a la que el renacentismo había sitiado desde fuera y desde dentro con la ayuda de todo lo que no era España en el mundo de entonces y que, como lo pone de relieve Geoffrey Parker en su libro, era mucho.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)