sábado, 20 de septiembre de 2008

Lo policiaco como género mayor


Desde que los grandes escritores se han metido en el género policíaco, este tipo de novela se ha vuelto grave, capaz incluso de presentar al criminal como a un agresor de la verdad y al detective como a un defensor de la misma. No se trata de ataques a la sociedad, a su orden administrativo y legal, sino de embates mucho más hondos, alcanzando las profundidades más características de la vida. Pienso sobre todo en Graham Greene y Ernst Jünger, pero también en García Márquez y Vargas Llosa, cuya última novela, Quién mató a Palomino Molero (Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1986), me parece digna de esta nueva categoría literaria. De la misma manera en que Franz Werfel, Hermann Hesse, Aldous Huxley o George Orwell han sabido otorgar títulos de nobleza a la novela utópica o de anticipación, varios novelistas de nuestro siglo se han acercado al misterio policíaco y han desentrañado en él, por encima de las banalidades de Conan Doyle o Agatha Christie, una veta que bordea no sólo el mundo subconsciente, sino también las alturas de lo metafísico y de lo ético. Y, del mismo modo, la novela histórica más consuetudinaria, la ilustrada por Alejandro Dumas, por ejemplo, y hasta por Pérez Galdós, se ha encaminado por otros senderos con Marguerite Yourcenar, Robert Graves, Thornton Wilder o Mújica Laínez. Todo es cuestión de nivel investigador y de deontología literaria, porque el ser humano, desde el más bajo hasta el más complejo, vive de profundidades, queriéndolo o no, sabiéndolo o ignorándolo. El crimen más escabroso y brutal da cuenta, para quien sabe leerlo en su sintonía, de lo que realmente somos y de ello nadie logra percatarse mejor, ni siquiera el psicólogo y menos todavía el sociólogo, que el novelista, dentro del enfoque utilizado en nuestras notas críticas, desde hace ya varios años.

Existen, sin embargo, matices diferenciales a lo largo del género. Un encuentro peligroso, de Ernst Jünger, no se parece en nada a Quién mató a Palomino Molero. Cada uno de estos autores vive su literatura dentro de su propia tradición, la de la novela de formación en el escritor alemán, fiel a Goethe y a todo un derrotero que alcanza cumbres de maestría en Hermann Hesse, mientras el peruviano habita un espacio cultural muy diferente, dentro del cual los precedentes literarios son tan determinantes como el paisaje y el drama humano, digamos primitivo, que lo envuelve. La descripción vagamente naturalista que realiza Vargas Llosa en su novela, cuando se trata de presentarnos el medio ambiente en que se produce el crimen, la ciudad de Talara o el pueblecito de Amotape, el interior del chiringuito donde consume sus tres comidas diarias el teniente Silva, el lenguaje mismo de los diálogos o del pensamiento monologante del guardia civil Lituma, representan una humanidad que nada tiene que ver con el París de Jünger. Ni siquiera el motivo del crimen es el mismo y tampoco los razonamientos de los que devanan el hilo silogístico de la investigación. Es difícil decir cuál de los dos espacios humanos es más decadente, si el lujo material e intelectual de aquel París “fin de siècle”, casi proustiano, en que se desarrolla el drama formativo del joven diplomático alemán Gerhard, o la descomposición casi natural en que flotan, como hojas de noviembre, las almas culpables o inocentes de sus personajes. ¿Quién mató realmente al “avionero” Palomino? ¿El coronel, el teniente celoso, los peces gordos o la posibilidad de matar insita en una sociedad descompuesta antes de haber madurado? La civilización sumamente desarrollada, llena de miles matices éticos, lleva dentro de sí el germen de miles de posibilidades, en el bien como en el mal. El abanico es elegante y monstruoso, tan infinito como las sutilezas de su decadencia. La civilización incipiente no ofrece sino pocas posibilidades, para el amor como para el delito. Todo se desarrolla dentro de un cauce prístino, singular, cuya podredumbre sigue más bien el ritmo de la naturaleza que el del hombre, de un hombre exento de detalles y de sutilezas, sometido a deseos primitivos y directos, el hambre, la hembra, el dinero, el trago. Gerhard participa en la investigación del crimen en París, bajo la guía de un policía sumamente desarrollado psicológicamente, y es así como se forma y se moldea, mientras el cabo Lituma, que participa con asombro en la investigación del teniente Silva, va a formarse para otros fines, desprovistos de finura. Sin embargo, las dos sociedades, la avanzada y la primitiva, están destinadas al mismo fin, pertenecen al mismo ciclo y se dirigen hacia el mismo desenlace. Un patriarca medio loco, medio salvador, se encuentra hoy en todas partes y participa de manera dictatorial en el proceso de descomposición. Puede llamarse Stalin o democracia, pero su presencia da cuenta de la misma angustia, dentro de la miseria material, o moral, que todo lo envuelve sin posibilidad de salvación. Hay como una culpa que acompaña la acción de los protagonistas de las dos novelas, puntos extremos de la sociedad occidental, a la que todas las sociedades pertenecen. Occidente no ha hecho sino universalizar el sentimiento del fin. Por este motivo, lo policíaco o detectivesco cobra de repente un sentido cultural apocalíptico en este tipo de novela al que me estoy refiriendo, por encima del sitio donde se desarrolle su acción y por encima del nivel cultural de los personajes.

De cualquier manera, ahondar en esta perspectiva moral, cargada de insinuaciones y de extremismos existenciales, me resulta muy sugestivo y creo que la novela contemporánea en general se presta a este tipo de investigación, cargado de cósmicos soponcios, en un momento, sobre todo, en que los patriarcas, en su otoño universal, se nos están echando encima, acarreando furores bíblicos.

Evidentemente, los estilos son diferentes, hasta opuestos. La novela de Jünger es preciso leerla con un lápiz en la mano, para poder subrayar y luego volver a leer y meditar fragmentos dignos de la pluma de un filósofo. La acción, a menudo, desaparece, en cuanto a interés épico, bajo el alud sapiencial. En cambio, a Vargas llosa, sobre todo en esta obra, se le lee con el alma en la boca, pendiente la lectura de lo que va a suceder, menos de cómo va a desarrollarse el ovillo de la trama. Es verdad que la inteligencia y la habilidad de los dos investigadores, el francés y el peruano, domina la acción, pero sus modales son distintos. El teniente Silva vive, al mismo tiempo, un drama amoroso tan tosco y tan primordial como todo lo que le rodea, su amada es una posadera, esposa de un pescador y va descalza, es gorda y apetitosa como una gallina en pepitoria, sin embargo sabe perfectamente, desde la pureza de sus convicciones éticas, deshacer la pasión de su pretendiente. Es más lista que el hambre. Me doy cuenta de que no he anotado nada a lo largo de la lectura de este libro, entretenido en bloque, como un mazazo sensorial. Uno de los mejores de Vargas Llosa, exento de las pretensiones y refinamientos políticos de Historia de Mayta. No he encontrado en ningún sitio frases dignas de ser subrayadas y meditadas. Pero el efecto es certero y fuerte. La impresión de que resulta inútil comportarse rectamente, y descubrir a los culpables puede ser contraproducente para un teniente de la Guardia Civil, flota sobre el libro. Los peces gordos y los patriarcas en su otoño de opulencia mafiosa dominan el paisaje humano y es inútil seguir siendo humano porque a éstos no les gusta, les molesta profundamente en su carrera hacia la deshumanización, sin darse cuenta de que no sirven sino como instrumentos para la aceleración de la historia, cuyas primeras y últimas víctimas, en el final esperado, van a ser ellos y no nosotros, mientras los “pobres de espíritu”, los investigadores policiales, los que actúan en contra del mal, se llevarán las palmas, mañana o pasado, abiertos de manera natural hacia el bien y la verdad, condición del funcionamiento universal.

En cambio, si abrimos a Jünger, nos encontramos a cada página con pensamientos como éstos:

“Si las obras de arte tuvieran vida, los artistas serían dioses.”

“Era difícil catalogar su cara. Poseía una de esas fisonomías que desde la invención del ferrocarril se hacen cada vez más frecuentes; llevan la huella de muchas razas y resultan anónimas.”

“El oro y las piedras preciosas incitan al robo... No todo el mundo podía lucir piedras impunemente. En la Edad Media había unas disposiciones taxativas. En aquella época, tampoco todo el mundo podía llevar espada ni construir una torre en su casa.”

“En teoría, todo buen plan tiene éxito. Por eso debería quedar en el plano teórico. En la práctica, interviene la estúpida casualidad. Si la gente supiera que en realidad esa casualidad representa una ley, no estarían abarrotadas las cárceles.”

“Hay que hacer concesiones a la anarquía; si fuéramos a castigarlo todo, bloquearíamos las válvulas de seguridad.”

No hay palabrotas ni obscenidades, pornografía o violencia de lenguaje. Todo transcurre bajo una luz de perfección que es la del orden reinante en la sociedad donde ocurren los hechos y el crimen. Todo es noble, por lo menos por fuera. En Vargas Llosa, a veces de manera abusiva, lo malhablado se vuelve estilo, sirve para colocar a los personajes en su línea cotidiana, es como una invasión semiótica que deteriora la obra, pero que forma parte de su destino. ¿Cómo van a hablar sino así Lituma o Adriana, la posadera? Sería falsificarlos. La situación límite en que desarrollan su tymos, o plan vital, produce este tipo de lenguaje, y éste, a su vez, determina a la sociedad. Es un círculo vicioso en el que tiene cabida el crimen, como la hermosura moral de Adriana o la sutileza y el buen comportamiento social del teniente Silva. Cabida tiene el crimen en la otra sociedad también, en la del lenguaje sutil y cincelado, de la novela de Jünger. Lo exterior es distinto, la forma es otra y, aparentemente, se trata de seres situados en las antípodas. En el fondo (y en ello tenían razón los cubistas), la esencia es la misma, la condición humana produce un París sofisticado, transformador de la juventud de Gerhard, pero Talara brinda a Lituma una lección igual desde el punto de vista de la formación. La posibilidad del crimen, o del mal, como la del bien representado por Adriana y Silva, es la misma, porque está esencialmente arraigada en nosotros, por encima de las latitudes geográficas o morales. Creo, sin embargo, que algo se ha posado en el alma de Vargas Llosa y le impide salirse de su primer cauce. Lo había hecho en La guerra del fin del mundo, su obra maestra, pero luego regresó tranquilamente a su espejo primordial. Con todas las satisfacciones y los riesgos que esto supone.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)