jueves, 20 de diciembre de 2007

Recuerdo de Andrés Bosch y de otras genialidades


Acaba de fallecer en Barcelona uno de los prosistas más profundamente actuales de las letras españolas, y uno de los mejores traductores (del inglés, sobre todo) de los últimos decenios. Ha sido, durante algún tiempo, uno de mis mejores y entrañables amigos, porque coincidimos en el afán de cambiar algo en el marco medio podrido de la novela española de finales de los años sesenta, dominada entonces por los falsos caballeros de la falsa triste figura del realismo social, directamente inspirado por el falso realismo del realismo seudo socialista. Aquello empezaba a dar cuenta a los lectores menos prevenidos y menos iniciados en el misterio alegórico de las letras de que resultaba difícil, si no imposible, hacer buena literatura con malos futuribles, apareciendo como irreal el proyecto de aquellos escritores de describir el alma a través de una fábrica de cemento y un sentimiento a través de una ideología. Aquel corto período se vino abajo porque todo era inauténtico e inspirado desde fuera (partido viene de parte y aquello fue más fragmentario que una uña de caballo cojo), pero también porque intervino en el proceso de demolición un pequeño grupo de escritores realmente decididos a sustituir la sombra en el lodo por el sol esclarecedor desde arriba. La parcialidad se volvió completez, no sólo a través de unas críticas directas del falso fenómeno, sino a través de libros, cuyo papel liquidador y fundacional fue en aquel momento decisivo. Algunos críticos literarios, medio asustados y medio conscientes, dieron cuenta de aquel corto arranque vital que abrió puertas y cerró ventanillas.

La campaña se desarrolló principalmente entre 1966 y 1970, más o menos, período que coincidió con la fundación de la colección universitaria de libros de bolsillo "Punto Omega" (Ediciones Guadarrama, capitaneadas entonces por la clarividencia y el buen gusto de Manuel Sanmiguel) que yo pude dirigir en paz durante tres años, revelando al público español libros fundamentales como los de Jean Charon, Stéphane Lupasco, Pascual Jordán, Weizsäcker, Jacques Rueff, Jules Monnerot, Pierre de Boisdeffre y muchísimos más que hicieron de aquella colección y en poco tiempo la más prestigiosa representación de la reforma espiritual, en sentido contrarrevolucionario, que se estaba produciendo en el mundo bajo el impacto, por un lado, de la nueva ciencia, y, por el otro, de una literatura, una filosofía y una crítica literaria que nada tenían que ver con los decadentes mausoleos leninistas del realismo seudo socialista.

Fue como una campaña dura y de espectacular impacto que concluyó, para mí, en las páginas de Una mujer para el Apocalipsis y del Viaje a los centros de la tierra. Alrededor de aquel esfuerzo editorial se concentraron en pocos meses unos cuantos escritores como M. García Viñó, Carlos Rojas, Andrés Bosch y, con menos espíritu de grupo, Alfonso Albalá, el free lancer de aquel combate, el católico ferviente de la embestida, amigo de todos nosotros, pero no implicado directamente en nuestra campaña, cuyos títulos fueron los siguientes: Auto de fe, de Carlos Rojas, la mejor novela del escritor catalán, dedicado durante los últimos años a tareas menos ilustrativas desde el punto de vista que estoy contemplando (Premio Nacional de Literatura 1968 por aquella obra realmente maestra); El secuestro, de Alfonso Albalá, libro al que comparé en el prefacio que escribí más tarde para El fuego (Novelas y Cuentos, Madrid, 1979), con lo mejor de Bernanos; la reedición de La revuelta, de Andrés Bosch, sólo comparable con lo más hondo y característico de la novela hispanoamericana; mi novela citada más arriba; El escorpión, de M. García Viñó, el crítico del pequeño grupo, cuyo ensayo Novela española actual (editada también por "Punto Omega") daba cuenta bastante claramente de las intenciones que nos empujaban hacia la reforma que nos habíamos propuesto realizar y que discutíamos a lo largo de los inolvidables encuentros que realizábamos entonces en Madrid o El Escorial. Era nuestra intención, incluso, lanzar un manifiesto con el fin de hacer público de la manera más explícita lo que pensábamos sobre la novela en especial y sobre la literatura y el alma contemporánea en general, pero aquel esfuerzo, como todo intento humano, se vino abajo por, diría, exceso de personalidad creadora. Éramos demasiado insertos cada uno por su cuenta en su afán personal de ser, como para caber durante mucho tiempo en la misma vaina. Y fue mejor así, porque logramos conservar cada uno acerca del otro el recuerdo imborrable del acto puro como creación vital y literaria al mismo tiempo. Éramos escritores auténticos, como quien dice, no afiliados ni siquiera a una tendencia, y menos todavía a un partido destructor de posibilidades creadoras y falsificador de perspectivas, hacedor de entuertos y almojarifazgos. El historiador literario objetivo, si es que lo hay, podrá conocer, desde el horizonte del futuro, lo que fue aquello dedicando al asunto un mínimo de esfuerzo consistiendo en leerse con cuidado una decena escasa de libros que marcan, sin embargo, el momento de una vuelta esencial en las letras españolas. Fue entonces cuando se produjo la salida del laberinto aniquilador de almas y plumas, tal como lo había concebido el realismo social, y la entrada en una época que ya empezaba a deslumbrar las mentes occidentales a través del boom hispanoamericano, tan afín a nuestros propósitos, pero situado quizá en un nivel menos sutil y menos alto.

Hemos tenido todos nosotros la suerte de encontrar en seguida la comprensión espontánea e inmediata de dos críticos inteligentes, bases imprescindibles para una posible investigación futura: Emilio del Río, en su libro Novela intelectual, título que no refleja del todo nuestro afán, pero que introduce al lector en el tema que nos apasionaba con igual ahínco (Editorial Prensa Española, Madrid, 1971), y el ya citado Novela española actual, investigación que situaba el grupo en una corriente mayor donde aparecían nombres como los de Miguel Delibes, Carmen Laforet, Castillo Puche, Rafael Sánchez Ferlosio, Álvaro Cunqueiro, el Don Juan de Torrente Ballester, Antonio Prieto, Manuel San Martín, Jesús Fernández Santos y Ana María Matute, contemporáneos nuestros y no sólo en un sentido temporal.

Yo diría que lo más representativo de Andrés Bosch, al lado de títulos de la misma calidad, puede concentrarse en dos libros, la novela La revuelta y los cuentos magistrales de Ritos profanos (Editorial Dima, Barcelona, 1967). Todo es metafísico (no intelectual) en Andrés Bosch, desde su primera novela, La noche (Premio Planeta 1959), desde el drama del boxeador que busca en el combate el encuentro consigo mismo, como bien lo pone de manifiesto Emilio del Río en el libro ya citado aquí, hasta La estafa, por ejemplo, y sus últimos libros, pasando por La revuelta, una de las mejores novelas de tema hispanoamericano, quiero decir de tema metafísico también y de lucha en pro de la identidad de la persona, que lleva a los personajes (el indio huevón, la bella mestiza Altagracia, el coronel político Homero José) hacia el cumplimiento en la muerte de sus terribles afanes humanos, que son los de cada uno de nosotros, como suele suceder dentro de la relación uomo qualunque-obra maestra. Afán que ilustrará Carlos Rojas también en su única novela de tema hispanoamericano, hoy injustamente olvidada, titulada Las llaves del infierno (Barcelona, 1963), más cercana al mejor Graham Greene que a las infidelidades de la llamada entonces nueva novela, que no dejó de tentar a Rojas con sus vanos devaneos y de la que supo desprenderse con tanta habilidad y maestría en Auto de fe, novela más que actual en el marco de las tristes circunstancias que hoy atraviesa España. También García Viñó, en La granja del solitario (Barcelona, 1969), supo acercarse a las mismas altitudes que, repito, no son intelectuales, sino metafísicas o conceptuales, vinculando otra vez la novela, después de Unamuno, a los condicionamientos tan ilustrativos y fundamentales del teatro de Calderón.

Resulta, pues, evidente, lo que pensábamos realizar entonces. En el fondo, reinsertar la novela española en su propia tradición y en el gran juego metafísico o conceptual de la novela occidental que, desde principios de siglo, trataba desesperadamente de desvincular su técnica del conocimiento de las rastreras intentonas del último seudorrealismo y de sus estertores realistas socialistas, retrocedentes y aniquiladores desde el punto de vista de cualquier epistemología liberadora y tradicional a la vez. Andrés Bosch formó parte de esa liberación y su obra dará para siempre testimonio de lo que intentamos hacer en aquellos últimos años de los sesenta, cuando tantas cosas aparecían en el mundo y se extinguían en España. Aquello fue como un celemín prometeico y muchas actualidades nos siguen debiendo la vida.

Vintila Horia, en El Alcázar, febrero de 1984


sábado, 1 de diciembre de 2007

La política y los novelistas


Buscando estos días entre libros, carpetas y viejas revistas me encontré con un tomito olvidado, colocado allí, dentro del caos ordenado de mi despacho, con el fin de leerlo pronto y dar cuenta de él a mis lectores. Y pasaron, desde aquella buena intención, muchos años: Pero nada sucede porque sí en la vida de un escritor. Las cartas que desaparecen, o los libros y los recortes, vuelven a aparecer en el momento oportuno, cuando realmente el tiempo de su revelación puede ser considerado como más eficaz y revelador. El libro en cuestión es Politics and the novel (Fawcet Publications, Greenwich, Conn., 1967). Es una edición de bolsillo de un libro editado por primera vez en 1957, también en los Estados Unidos, y cuyo autor es Irving Howe, nombre desconocido para mí, un catedrático quizá, dotado de una gran inteligencia crítica y de un sorprendente sentido de la realidad literaria. Su ensayo trata de poner de relieve aquel tipo de novela al que Stendhal llamaba "un pistoletazo en medio de un concierto" y que es, precisamente, la novela política. La última novela de Ángel Palomino es un ejemplo de ello. Los autores estudiados por Howe son: Stendhal, Dostoievski, Conrad, Turgueniev, James, Hawthorne, Malraux, Silone, Koestler y Orwell. El primer impulso crítico del lector es dividir este material en dos períodos: autores del siglo XIX y novelistas del XX, con la consiguiente limitación ideológica: los novelistas políticos, en el sentido actual de la palabra, han aparecido después de dos infaustos acontecimientos históricos: la primera y la segunda revolución. Coincide, pues, su característica con los tiempos post-revolucionarios.
Resulta evidente que Stendhal fue víctima de un tiempo así, en el sentido de que su adhesión al primer bonapartismo hizo de él un mártir propiciatorio y que tuvo que bregar y medrar mucho para conseguir un pobre puesto de cónsul en aquella Italia a la que el autor de El rojo y el negro llamó su verdadera patria, milanés por añadidura como dejó escrito en la piedra de su tumba. Sin embargo, hay una literatura política prerrevolucionaria, la de Voltaire, siendo Cándido un cuento más bien político que filosófico, pero aquel tipo de novela (como también La nueva Heloísa, de Rousseau) criticaban el presente entregado al infame (Iglesia y Monarquía) con el fin de poner de relieve un futuro color de rosa, quiero decir redimido por la revolución. El horizonte futurible era optimista. Mientras que en Dostoievski como en Koestler y Orwell (pero, ¿por qué no citar también a Zamiatin, a Huxley, a Hesse y a Jünger?) el porvenir post-revolucionario tiene colores de catástrofe y de Apocalipsis.

Tiene razón Irving Howe cuando afirma que 1984 le parece un libro más terrible que El Proceso, de Kafka, porque éste fue fruto de la imaginación, mientras que en la novela de Orwell late "la vida de su tiempo". Lo terrible y esperado había sucedido ya, la última terribilidad de los hombres, la de 1917, y ninguna esperanza era posible. Con la muerte de Winston Smith y el triunfo del Gran Hermano bigotudo y omnipresente el ser humano había dejado de existir. Y esto, siguiendo la premonición de Dostoievski, había sido obra de la revolución, la que el más sutil de todos los rusos había definido con tanta exactitud en Los posesos. Las consideraciones de Malraux y de Silone, su pesimismo optimista, íntimamente vinculado a sus creencias izquierdistas, nos aparecen hoy como pueriles y engañadoras, y fue precisa la reconversión de los dos y sus consideraciones antirrevolucionarias de la segunda fase de su vida para que el lector memorión olvide o por lo menos perdone aquellas tristes elucubraciones; que fueron también las de Koestler, transbordado quizá por un sólido conocimiento de la ciencia actual de una orilla a otra, del marxismo de su juventud al antimarxismo desengañado y como tristón y arrepentido de sus años de senectud. No creo que algún arrepentido de este tipo haya perdonado jamás aquella parte de su vida que supuso la creencia en lo increíble. Escribe Irving Howe: "En 1984 Orwell trata de presentar aquel tipo de sociedad en que la individualidad se ha vuelto obsoleta y la personalidad un crimen". Es verdad. Pero, ¿cómo fue posible la juventud socialista de un profeta tan seguro de sí mismo antes de tomar contacto con la realidad durante la guerra civil española? ¿Y cómo pudo Malraux creer en el comunismo asistiendo a su desarrollo en China y otros sitios? Se dejaron seguramente engañar, como algunos jesuitas contemporáneos, por la confusión que pudieron hacer en un momento de oscuridad del alma entre la miseria material y la espiritual, mucho más grave esta que aquella. De cualquier manera, el tema de la novela política no ha sido aún agotado.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, febrero de 1984