domingo, 28 de octubre de 2007

La muerte de un novelista



Hace poco falleció en una clínica, a la edad de noventa y cuatro años, el autor de El molino del Po, Ricardo Bacchelli. Había nacido en Bolonia, en 1891 y había colaborado en las revistas de principios de siglo, las que tanto habían contribuido en el cambio literario y social de la Italia de entonces. Tradujo al italiano las novelas y los cuentos de Voltaire, colaboró mucho en las emisoras de radio de su época, escribió libros de mucha fama, como La mirada de Jesús, Hoy, mañana, jamás, El hijo de Stalin, El demonio en Pontelungo, pero fue El molino del Po su novela que más se editó en Italia en los últimos tiempos. El libro apareció por primera vez en 1936 y conoció desde entonces un sinfín de reediciones, fue llevada al cine y traducida a varios idiomas. El crítico Francisco Flora la considera en su Historia de la literatura italiana (primera edición Milán de 1940) como "el fruto más sólido de la narrativa italiana del siglo XX".

Es la historia de unos molineros, a través de varias generaciones, en su molino situado a la orilla del gran río que atraviesa el norte de la península, dando pie al autor para contar, a través de unas aventuras individuales, el destino mismo de Italia, toda una historia. Por este motivo el libro de Bacchelli fue comparado a veces con la clásica novela de Manzoni, Los novios, cuyas alturas espirituales no alcanza nunca, pero que fue también una novela histórica, un intento de desentrañar lo general a través de lo individual. Es aquella parte del Po donde sucede la acción de la novela uno de los paisajes más característicos de Europa, marismas enormes, inundaciones, vegetación casi tropical, nieblas septentrionales, misterioso enlace geográfico entre lo visible y lo invisible, entre la historia y el mito. A medida que el río se acerca al mar, separando Venecia de Rávena, el sitio se vuelve cada vez más misterioso y maligno y fue allí, precisamente, durante el otoño de 1321, donde Dante cogió las fiebres que le llevaron poco después a la muerte. Bacchelli supo escoger para su novela un ambiente empapado de magia, donde, también, el elemento histórico (las invasiones, las guerras intestinas, los bandidos, las pestilencias) viene a añadir su matiz dramático al drama individual de los personajes.

Ricardo Baccheli murió "en la indigencia", como lo relata la prensa italiana. ¿Es esto posible? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo se explica este descuido? Nuestra rápida conclusión nos lleva a lo siguiente: Bacchelli no tuvo carnet de ningún partido. Su gloria sobrevivirá a la de Pasolini y de Moravia, pero estos escritores, junto con otros de la misma categoría ética, han conseguido todos los premios y todos los beneficios, no por su talento, casi nulo, pura demagogia literaria, sino por tomar parte, apoyándolos, en los delitos del siglo. Aliados del mal, han alabado siempre a los tiranos estalinistas (todos lo son, en el fondo), han cerrado los ojos ante las invasiones, las opresiones, la injusticia, las hecatombes y han sido, por ello, opíparamente recompensados. ¿Qué escritor con premios ha levantado su voz para protestar contra la invasión del Tíbet, todavía ocupado, por las tropas del hermano Mao? ¿Qué novelista y qué poeta de izquierdas ha enviado telegramas al Kremlin para protestar contra la invasión de Afganistán? Sólo protestan contra el gobierno de Suráfrica, cuyos súbditos negros viven mejor que los ciudadanos soviéticos o rumanos, pero contra la muerte cotidiana en Etiopía no dicen ni pío, nunca lo han dicho y nunca lo dirán desde los sillones académicos, desde las pensiones, los subsidios y las recompensas de esclavos de oro que forman el paisaje casero de sus existencias mal llamadas literarias. Ricardo Bacchelli no perteneció a ningún partido, trabajó en silencio, escribió una sola obra maestra, El molino del Po, y murió en la indigencia, la material, mientras sus contemporáneos con bozal rojo, pobrecitos, viven en la indigencia del espíritu, enemigos de los hombres y, por consiguiente, de sí mismos. Era hora de decirlo.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)



miércoles, 17 de octubre de 2007

Cultura por encima de los partidos


Ninguno de los partidos del llamado “cambio” ha sido capaz hasta ahora de crear cultura. Se han publicado libros, programas, hubo intentos de revistas, fracasos a la derecha como a la izquierda. Y los mismos libros no han hecho sino volver sobre ideas anticuadas, demostrando el hecho de que dentro de un partido no es posible hacer futuro, no sólo desde el punto de vista político, que hubiera sido lo más inmediatamente deseable, sino tampoco desde el punto de vista cultural. La novedad y el progreso están en otro sitio, cada vez más alejado de la perspectiva parcial y avejentada de las grandes y pequeñas agrupaciones políticas de corte más o menos democrático. En un libro de Stan M. Popescu (Autopsia de la democracia, Editorial Euthymia,, Buenos Aires, 1984) aparecen muy claras las causas de esta arritmia democrática; y utilizo aquí el concepto de democracia en el sentido más amplio posible, ya que hasta los estalinistas se autoproclaman como fieles adeptos de la democracia. Los partidos, o sea, tal y como el mismo concepto lo expresa, son partes de la realidad política y social, simples parcialidades incapaces de expresar sino unos fragmentos disfrazados de totalidad. ¿Cómo gobernar eficazmente a un conjunto social, tan grande y tan complejo como es España, con criterios de partido, una totalidad con la ayuda de una parcialidad, utilizándose, además, para colmo de la inadecuación, la igualdad como criterio mayor de dicha interpretación? La igualdad, en este sentido, implica una posibilidad de aplicación general al que el mismo concepto de partido, o de parcialidad, rechaza y anula. ¿Y a qué tipo de libertad nos podemos esperar por parte de los demócratas gorbachovistas o jaruselskianos, incapaces de otorgar la más mínima libertad a los desgraciados ciudadanos caídos en sus demócratas manos? Las contradicciones son tales, en el marco de la democracia actual, y sobre todo en Europa, como para poner ellas mismas de relieve la distancia que separa sus doctrinas, y sus prácticas, de la realidad contemporánea. Por este motivo ni en Francia ni aquí, o en Italia y Portugal, o en los países hispanoamericanos, la democracia es capaz de producir cultura.

Por este motivo también la revista más viva y más constructiva, la más atenta a la novedad filosófica, científica y literaria sea Punto y Coma (número 2, director Juan Isidro Palacios, Madrid, diciembre de 1985), poco atenta a las nimiedades políticas del actual momento español y europeo y muy dada a comentar hechos, acontecimientos y autores profundamente insertos en la mente del hombre que algo tiene que ver con el futuro. Recorramos un poco el sumario.

Este año ha fallecido uno de los representantes más interesantes de la ciencia política, del que se ha hablado poco aquí. Me refiero a Carl Schmitt. Guillaume Faye alude a él en un artículo titulado “Redimir lo político”, en un sentido no muy alejado de lo que decíamos antes. Si lo político no se redime, perecerá, tarde o temprano, sin dejar huellas de nostalgia en las almas. También este año se cumple el primer centenario de Ezra Pound. Tres autores le dedican en la revista ensayos de desigual pero entrañable valor. Sin embargo, el tema central de Punto y Coma es el Héroe, enfocado a través del símbolo y del mito en el marco cultural y religioso de lo tradicional. ¿Por qué vamos a ver Rambo? ¿Por qué nos repelen los falsos héroes políticos y por qué fracasan las manifestaciones públicas a favor de un líder político o de otro? ¿Por qué los presuntos electores no van a votar y el porcentaje de la abstención es cada vez más grande y más inquietante para los demócratas, cada vez más solos encima de una mayoría silenciosa, por el momento, que los rechaza no como personas sino como representantes de algo poco representativo? ¿Por qué ha tenido tanto éxito Tolkien y sigue teniéndolo? La literatura fantástica, como el cine del mismo color, sustituyen en la consciencia y en el subconsciente del hombre de hoy a todos los héroes fracasados de las varias democracias que gobiernan el mundo. Lo heroico se une a lo religioso (los dos valores despreciados y exiliados por las democracias) con el fin de tratar de edificar una realidad paralela, fantástica sólo en sus aspectos exteriores. Si el racionalismo humanista ha creado utopías, a menudo destructoras del ser humano, como del Ser, alcanzando niveles de genocidio tan evidentes como las situaciones creadas por el humanismo comunista en los países del Este, entonces algo dentro de nosotros tiene el derecho de rechazar esta tremenda y letal filosofía, para reemplazarla por otra. De manera intuitiva la psique ha seguido los caminos más hondos del inconsciente colectivo y ha aterrizado en aquel rincón del pasado donde ha podido encontrar situaciones y héroes completamente diferentes de los dirigentes de la sociedad democrática. Esta literatura es antagónica con respecto de la otra, siendo esta otra la putrefacción de lo literario, como representante de la putrefacción de lo político en el marco del realismo socialista, o bien como literatura representativa de la decadencia de Occidente, en escritores como Faulkner, por ejemplo, o Joyce. La literatura fantástica (¿y no es Ernesto Jünger un escritor “fantástico” en su novela En los acantilados de mármol o en Heliópolis?) no hace sino dar cuerpo al sueño contemporáneo y a los ideales que este sueño pergeña. En este sentido Tolkien afirma en una carta, hablando de El señor de los anillos, que este libro “... es sin duda una obra religiosa y católica”. Afirmación inesperada, pero tremendamente realista, puesto que pone de relieve aquella relación que el hombre nuevo, o fantástico, establece entre mito y religión, entre lo religioso y su perspectiva de futuro, basada, como decía antes, en un fragmento del pasado lo más opuesto posible a la tristeza actual. “Los autores de esta literatura, escribe Juan Isidro Palacios, nos conducen a situar de nuevo, en el centro de nuestra mente, el Monasterio, el Castillo y el Bosque, con todos sus pobladores...” Y no podía ser de otro modo, porque estos tres conceptos forman lo que Jung llamaba unos “mandalas”, o sea, unos símbolos del centro en cuanto totalidad psíquica. Punto y Coma tendrá que dedicar uno de sus temas centrales a Carlos Gustavo Jung, revelador de estas realidades fantásticas, tan perfectamente fundamentadas en sus libros en el marco de una Psicología que desplazó a la de Freud y supo adherirse a la misma contemporaneidad de la que forman parte Tolkien, Lovecraft y otros escritores, como también tantos científicos y pensadores pertenecientes a nuestra época, en la que está naciendo un ser nuevo y se está muriendo el mal modelo inventado por los humanistas, roto en dos por Descartes y asesinado por los racionalistas revolucionarios.

También el rock es presentado en la revista como un arma del Señor Oscuro, tan en consonancia con la antirreligiosidad y sobre todo el anticristianismo cultivados por el libertinaje democrático. Es tanto, en este momento, el daño que los sistemas políticos edificados sobre los prejuicios del siglo pasado hacen al ser humano que casi no me atrevía, desde el fondo que alcanzamos, esperar la aparición de una revista como Punto y Coma y me alegro en el alma que el contenido de este número 2 no tenga nada que ver con la política, en el sentido pedestre de la palabra, y tampoco con la polémica barata.

También se publica una entrevista con Fernando Sánchez Dragó, bastante sorprendente e inesperada, pero, por este mismo motivo, rica en enseñanzas y pensamientos. Pero no siempre, desafortunadamente. Creo que este escritor tan inteligente y de tan vasta cultura, no ha encontrado todavía su norte. Está como buscando dónde posar sus alas cansadas de tanto desengaño, y yo lo comprendo perfectamente. Forma parte del cansancio general de los intelectuales más auténticos. Afirma, por ejemplo, que la Universidad, en tiempos de Franco, “... era mejor que la actual, sobre todo porque había menos gente, lo que quizá sea malo para el pueblo, pero bueno para el alumno que se sienta en el aula. Era una Universidad donde todavía había Maestros...” Lo que es terriblemente verdadero. Pero se equivoca, quizá por desconocimiento si no por algo más grave, cuando afirma, hablando de Pound: “Igual que la Divina Comedia es una obra hoy desprovista del contexto en que se escribió, la obra de Pound es pura poesía sin significaciones políticas.” Esto equivale a situarse lejos de Dante y lejos de Pound. Tanto la vida como la obra del poeta florentino se desarrollaron siguiendo hondos cauces políticos, metapolíticos a menudo, pero el drama de aquel hombre, exiliado y muerto lejos de su patria, consiste precisamente en una estricta correlación entre su ser y el contexto en que vivió, entre el yo y su circunstancia. Nunca hubo un drama tan aleccionador en este sentido y es despreciar, o ignorar lo más característico en Dante tratando [sic] de desprenderlo de la vertiente trágica de su existencia y de su literatura, que fue lo político. El que Dante haya sido un vencido y que ninguno de sus esfuerzos, guerreros, doctrinarios y poéticos hayan tenido éxito, no le otorgan sino más tragedia a su vida y a su obra. Del mismo modo, afirmar que “... el motivo por el que Ezra Pound se unió al fascismo fue un motivo estético...” no hace sino alejar a Pound de su drama tan aleccionador y tan actual como el de Dante. Ezra Pound fue un hombre que intuyó perfectamente las causas del mal en nuestro tiempo, y estas no eran sólo estéticas. Consideró a la usura como el mal mayor y se adhirió al fascismo porque vio en él un movimiento más que político, capaz de acabar con la usura y con otros vampiros, por supuesto. Quien es tan anticapitalista como lo fue Pound, es también anticomunista, y no sólo un anárquico, como cree Sánchez Dragó. Marinetti y su Futurismo rimó [sic] también con el fascismo y no sólo desde el punto de vista estético. Creo que el asunto es mucho más grave y se merece más comentarios que este pequeño esbozo mío.

Una verdadera lástima: que Punto y coma sea sólo una revista bimestral.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



martes, 9 de octubre de 2007

"Missa Hispanica"


La semana pasada tuvo lugar en Madrid el estreno en España de una espléndida obra compuesta quizá en 1786 por Michael Haydn, hermano del gran José, precursor de la gran música austríaca, quiero decir de Mozart y de Beethoven. Missa Hispanica porque encargada a Michael por unos aristócratas españoles en tiempos de Carlos III. La historia sería más o menos la siguiente, utilizando aquí los datos que esgrime en el Programa, en una nota muy documentada y bien escrita, Andrés Ruiz Tarazona. En efecto, sabemos cómo José Haydn mantenía una correspondencia con María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente-Osuna, porque pretendía adquirir los manuscritos de la obra del compositor vienés. A través de Boccherini, que entonces residía en Madrid, y del embajador de España en Viena, la correspondencia sigue su curso y es posible que, al tener José demasiados encargos, dirigiese hacia su hermano aquellos pedidos, como es también posible que dicha Missa Hispanica haya sido pedida a Michael desde Madrid con el fin de conmemorar la paz de Basilea que ponía fin a la guerra con Francia, en 1795. En este caso, la obra sería más bien de 1796. Se trata, en cualquier manera, de una obra espléndida, llena de luminosidad y armonía, anticipando todo el movimiento musical que vendrá después. No hay que olvidar el hecho de que Michael fuera amigo de Mozart y le sucediera en el órgano de la catedral de Salzburgo cuando, en 1781, el ex niño prodigio saliera para Viena.

Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido, quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes auténticos de la mentalidad de su tiempo?

Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena, permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.

En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.


Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)

__


jueves, 4 de octubre de 2007

Proceso a una generación perdida


Todas las generaciones se pierden, con armas y bagajes, en el zumbido y el trompeteo de las generaciones que las siguen, las continúan y las contradicen. Hay una guerra generacional, qué duda cabe. Y me pregunto, una vez terminada la lectura del libro de Jean Cocteau (La difficulté d´être. La dificultad de ser, Editions du Rocher, Mónaco, 1983), si lo que constituye la chatarra de una generación no es, en el fondo, lo que la salva del olvido y la protege de la ingratitud. Porque, resulta hoy más que evidente, los valores de la llamada generación perdida norteamericana, con Faulkner, Dos Passos, Pound, Eliot, Hemingway, a la cabeza, representan lo que está salvando a los Estados Unidos, una vez rechazado el mensaje de podredumbre y decadencia de la generación que vino después, la de los Kennedy, de los Carter y de los Kissinger. Lo religioso y lo patriótico, el mordaz acento grave del anticapitalismo y del antimarxismo, la resurrección de las idiosincrasias del cow-boy, de la misma manera en que el gaucho argentino animaba a Güiraldes, en la misma época, vienen a limpiar la cara de un país ensuciado por decenios de marcusismo rooseveltiano y de falso universitarismo pragmatista. Algo ha sucedido en los Estados Unidos durante los últimos cuatro años, algo que ha otorgado el poder a Reagan y ha permitido la resurrección de unas profundidades cubiertas por residuos ideológicos excremenciales. La lucha entre una generación perdida cada vez más solicitada y más reivindicada por los jóvenes de hoy, y una generación degenerada, por así decirlo, constituye hoy una razón de ser épica en la historia visible e invisible de los Estados Unidos. No sabemos quién vencerá, pero resulta fácil predecir el futuro del país en un sentido o en otro. Se trata, en el fondo, de una apuesta a favor de la supervivencia o de la derrota y muerte de unos valores que forman, desde dentro, la estructura de un pueblo.

Si lo pensamos correctamente, todas las vanguardias, contemporáneas de la generación perdida norteamericana, se han sublevado contra el mundo materialista de finales del siglo pasado. Nietzsche, Dostoievski y Rimbaud fueron los primeros abanderados de la rebelión. Siguieron los futuristas italianos, los cubistas franceses, los expresionistas alemanes, más tarde los surrealistas. La diferencia entre el pasado decadentista, el del materialismo histórico, en definitiva, y de sus prolongaciones en el naturalismo, freudismo, impresionismo y hasta en su última y peor consecuencia, que fue la revolución de 1917, y el presente renovador fue tajante hasta cierto punto. Nadie tuvo el valor de cumplir los mensajes de los tres grandes citados más arriba. El surrealismo se hundió en la contradicción y la ambigüedad, y trató, en vano, de combinar, en una pócima inaguantable, materialismo y fantasía, ateísmo y religión; mientras el expresionismo alemán, puro y abstractizante en sus comienzos, se empantanó en el teatro de miserable feria política de Bertoldt Brecht y de su manierismo antiburgués, hoy inaguantable, porque fue erigido sobre una mentira. Pero de aquel esfuerzo quedan vivas algunas obras y algunos nombres y, también, el eco de un combate que resultó, a la postre, fructífero, contradictorio y, en la pintura y en las artes plásticas en general, tan revolucionario como el principio de incertidumbre, la Psicología analítica y el despertar de la energía atómica.

Jean Cocteau perteneció a aquel empuje vital, como lo hubiera llamado su contemporáneo Bergson. Fue cubista y surrealista a la vez; escribió para el teatro, compuso novelas y poemas famosos en su tiempo, realizó para el cine, en la última fase de su vida, La bella y la bestia, y para los escenarios El águila de dos cabezas. Pintó con cierto desenfado alguna capilla, tratando de trasladar al fresco de las paredes sagradas su falta interior de religiosidad y sus profanadores desaciertos sentimentales. Hay algo como ambiguo e inseguro, decadente y cursi en la obra de este hombre, considerado durante más de medio siglo como el representante más genuino del genio francés. Basta leer este libro, casi una autobiografía espiritual, esta Dificultad de ser, que da cuenta, desde el título mismo, de la incertidumbre vital del escritor, para comprender su drama. ¿Quiénes han sido Satie, Diaghilev, Radiguet, Auric, nombres famosos de los años veinte, músicos, pintores, poetas, pianistas, caídos todos ellos en el olvido como en un saco roto? De la misma obra de Cocteau, personaje dominador, rey sin corona de aquellos años más o menos locos, ¿qué es lo que permanece vivo en la memoria de los vivos?

Y, sin embargo, ¡cuánto talento y cuántas verdades en este libro sabroso, casi un testamento, escrito lejos del mundanal ruido, durante una convalecencia, a finales de 1946, y aparecida en la primera edición en 1947! “El arte, escribe, existe en el momento en que el artista se aparta de la naturaleza.” Definición cubista y surrealista a la vez. Ya que el hombre es algo ante y no de la naturaleza, como lo definió Heidegger. Pero, ¿es cierto y hasta qué punto el que “el arte de escribir se encuentra vinculado a varias obligaciones: intrigar, expresar, embrujar”? Es esto realmente el arte de escribir? ¿Es esta la imagen que nos transmiten los poetas y novelistas de nuestro tiempo, algunos de ellos contemporáneos de Cocteau? ¿Hasta qué punto Thomas Mann o T. S. Eliot, Jünger o Musil escribieron bajo estas preocupaciones? ¿No es más bien conocer lo que ellos se propusieron? Si es verdad que intrigar y embrujar fueron los ideales de los vanguardistas, “épater le bourgeois”, asombrar al hombre de la calle, y que los amigos de Cocteau lo consiguieron, y que grandes pintores como Dalí, por ejemplo, cayeron en esa trampa, no es menos verdad que otros, durante el mismo período de tiempo, dieron al arte de escribir, como al arte en general, otro rumbo, y le confiaron otra misión. ¿Por qué resulta casi imposible volver a ver, sin sonreír y aburriéndonos, El águila de dos cabezas? Todo es trampa, ilusión pasajera y engaño, todo hasta la misma obra de arte, si el artista no se dedica a desvelar, si puede hacerlo, lo que está oculto, y este desvelar nada tiene que ver con intrigar y tampoco con embrujar, y menos todavía con “épater le bourgeois”. Si el teatro o la novela no son técnicas del conocimiento, al igual que la física o la biología, la filosofía o la psicología, no sirven, no nos ayudan a comprender, no nos permiten avanzar por el duro y a menudo triste camino del destino humano. Si los artistas no nos acompañan en esta aventura, “¿para qué poetas en tiempos de desastre?”

Gestos anticonformistas, bigotes dalinianos, deformaciones expresionistas, colores violentos representando dudosos y femeninos estados de ánimo, una generación dedicada a contradecir, a derribar, a creer, única y exclusivamente, en el futuro, tratando de hundir al pasado en una especie de cloaca máxima del desprecio, llegó a llenar de fulgores más o menos mundanos los oídos del siglo. Todavía vivimos bajo aquella obsesión necesitaria, como la definiría un epistemólogo. París fue el centro de aquella mundanidad, porque es la capital donde hasta los comunistas se vuelven fantoches de salón. Sin embargo, como bien dice Cocteau en su libro de memorias intelectuales: “Nada de todo lo que se ha hecho puede ser destruido. Ni siquiera si lo quemamos, y si sólo se quedan las cenizas”. Pensamiento profundo porque basado en la experiencia. Ni lo vanguardistas han logrado destruir el pasado, al que aborrecían, ni nosotros lograremos jamás destruir la obra de los vanguardistas. Es el inconsciente colectivo donde van a depositarse, como en una viviente mazmorra eterna, los experimentos y las vivencias de las generaciones. Es lo que hace de nosotros una especie romántica, la única.

Son preciosos, a pesar de todo, los capítulos que Cocteau dedica a la amistad, a la muerte, a la risa, a Guillermo Apollinaire, al dolor, al sueño, a la frivolidad. “Igual que el corazón y el sexo, la risa procede por erección.” La imagen que tiene de la vida y de la Naturaleza es trágica. No hay piedad en ningún sitio. Un jardín es, para él, un infierno. “El infierno de Dante. Cada árbol, cada arbusto se convulsiona en las torturas en el sitio que le ha sido asignado. Las flores que hace brotar se parecen a aquellos fuegos que encendemos para pedir socorro. Un jardín es fecundado sin cesar, pervertido, herido por unos monstruos considerables llevando coraza, alas y garras... Sus espinas dan cuenta de sus miedos, y nos aparecen más bien como una carne de gallina que como un arsenal.” Mientras su propio país, Francia, sería para el escritor la patria del “anarquismo moderado”, buena definición, pero que no tiene en cuenta la esencia, sino lo revolucionario, el capricho intelectual, el espíritu de la vanguardia que no ha destruido nada y nada ha puesto en el lugar de la falsa destrucción. El anarquismo es la forma degenerada del nihilismo nietzscheano, su aspecto de salón y de ópera cómica.

Faltan, en cambio, en este libro, triste y divertido a la vez, capítulos sobre el amor y sobre la religión, o sobre Dios. ¿Qué es vivir, fuera de estos dos conceptos fundamentales? Una inquietud permanente atraviesa el libro y constituye su embrujo. En este sentido, el escritor cumple con su promesa y realiza la misión de su arte de escribir. Igual que las Venecias de Paul Morand, el lado social y mundano del libro, su preocupación permanente por la brillantez y la paradoja, defraudan al lector de hoy, llevado por otros poetas hacia otros miradores. El inmenso esfuerzo de aquella generación, realmente perdida, se me antoja hoy como una inmensa pregunta que, desde aquel sitio, nunca pudo aspirar a encontrar una respuesta.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)