miércoles, 26 de septiembre de 2007

Luces sobre la Edad Media


Estamos de vuelta de muchas cosas, pero todo gira alrededor de lo esencial, que es la fe y el cristianismo. Si vuelve el latín, pues volverá la Edad Media, lo que obligará a muchos no sólo a corregir lo que mal pensaban de la época más gloriosa del cristianismo y de su enseñanza aplicada al libro cotidiano de las horas, sino también a modificar la opinión en que tenían a España como baluarte de una Iglesia que brilló con sus mejores luces dentro del tiempo de la Edad Media, en el que España se quedó sola, una vez abandonada por la Iglesia su relación con lo gótico. Va a ser muy curioso, en cuanto futurible, un hecho que ya estamos presintiendo: el momento en que alguien se va a atrever a llamar “edad oscura” al Renacimiento y al humanismo, alguien dotado de bastante clarividencia y de bastante valor personal como para explicarnos cómo y por qué la separación realizada entre la iglesia y el espíritu de la Edad Media, ya desde el siglo XV, coincidió con la decadencia de tantas cosas, en el marco mismo de la Roca de Pedro, como también dentro de la mentalidad occidental.

Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana. Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo, en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de nadie.

Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983, por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado, no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, Georges Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres humanos, desde su primer brote hasta su caída.

Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia? ¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”, como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave satisfactoria.

Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, la gran especialista francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces” que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas, quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados. Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre: “El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen, hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el oscurantismo.”

Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mil años y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


viernes, 21 de septiembre de 2007

Los feos despojos del estructuralismo


Fue el estructuralismo uno de los inventos más feos del último determinismo decimonónico. El que haya aparecido después de la Segunda Guerra Mundial no le quita la desastrosa actualidad, pero lo coloca en su sitio de subversiva eternidad histórica, entre los vampiros materialistas que han sobrevivido, si es que un vampiro puede ser un auténtico superviviente, a la catástrofe de los ismos pasados de rosca y de moda. Vivimos, pues, de vampirismos, sombras vivas y muertas al mismo tiempo, de los errores del siglo pasado, y el materialismo dialéctico es una de ellas. Y era imposible que el comunismo, después de haber fracasado en sus bodas con el freudismo, con el existencialismo agnóstico, con el formalismo, etcétera, en su intento desesperado de aferrarse a algo en su agonía, no intentara casarse con el estructuralismo también, de la misma manera que hoy, viudo otra vez, intenta seducir al ecologismo. El fin del idilio es previsible.

Pero, ¿qué relación hay, en el fondo, entre marxismo y estructuralismo, por encima de nombres propios, adhesiones superficiales y destrozos pedagógicos? Si pensamos correctamente las cosas, llegamos invariablemente a la conclusión de que el mismo Estado socialista-leninista es estructuralista, de la misma manera en que lo es la técnica crítica utilizada para interpretar un texto literario o un esquema antropológico aplicado por Levi-Strauss a una sociedad primitiva. Se trata de un mismo axiomatismo, capaz de poner de relieve la estructura interior de algo y, al mismo tiempo y debido al rigor mismo de la operación, destrozarlo o vampirizarlo en el acto, con fines casi siempre políticos. Podríamos decir que el famoso Centre Pompidou, de París, es una obra arquitectónica estructuralista, cuyas fachadas revelan la estructura interior de un edificio, lo interior en el exterior, y esterilizan el concepto mismo de arquitectura. Es lo que molesta sobremanera a quien contempla aquellas vísceras de tubos, cables y alcantarillado colocadas en la piel del edificio. Una monstruosidad. Cualquier Estado socialista constituye la misma modélica técnica estructuralista que transforma las vergüenzas interiores del gulag en aspecto exterior, expuestas impúdicamente en plena luz del día, indiferente como repugnancia sólo a los enceguecidos por la luz marxista. A Sartre, por ejemplo, como a los estructuralistas de los años setenta, no les molestaron ni las tripas gulaguistas de la URSS ni, más tarde, las del maoísmo.

Fue el matemático suizo Ferdinand Gonseth (v. mi Viaje a los centros de la tierra) quien me reveló esta coincidencia y, al mismo tiempo, me contó la historia del estructuralismo, en las dos conversaciones que tuve con él, en 1969, en el pueblo de Horw, cerca de Lucerna, y en Lausana. Gonseth fue una de las mentes más claras y profundas de nuestro siglo y doy gracias a Dios por haberme brindado la posibilidad de encontrarle, pocos años antes de morir. Me decía Gonseth que el origen del estructuralismo, tal como lo formula De Saussure, se encuentra en el libro de Hilbert, Los fundamentos de la geometría, que se publica en 1905 y que está en la base del axiomatismo estructuralista a través de la reelaboración lingüística de De Saussure. En el siguiente sentido: hasta Hilbert, me dijo Gonseth, los axiomas eran formas discursivas informadas. Para Hilbert, “lo que digo debe ser una verdadera definición. Es decir, no utilizaré los conceptos sino a partir de unas expresiones que me parezcan vinculadas por unos axiomas”. En otras palabras, si las nociones que antes utilizábamos estaban insertas en un sentido anterior, cuya forma o sintaxis ya había sido elaborada, las nociones después de Hilbert se llenan de sentido a medida que las empleamos, “según lo dictan los axiomas”. El elemento que introduce el axiomatismo hilbertiano es un elemento formalista, el formalismo lo invade todo. Todo se vuelve formalismo, después de Hilbert-Saussure: la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, “todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión”. El peligro que esto supone era el siguiente para Gonseth: tanto el estructuralismo cultural como el matemático lo que hacen es eliminar al sujeto vivo, capaz no sólo de formular un juicio, sino de crear e inventar. El formalismo estructuralista está sustituyendo al individuo por reglas a las que hay que obedecer con cierto rigor. Es como una expulsión de lo humano, en cuanto que se trata de reducirlo todo al ejercicio de una formalización. Si todo está prefijado de modo axiomático, predeterminado, ¿para qué sirven las nuevas informaciones o el afán de creación o descubrimiento? El estructuralismo, igual que el Estado formalista soviético, lo que hacen es eliminar al individuo y, con él, cualquier tendencia de modificar la estructura axiomática del marxismo como fundamento del Estado. Es terrorífico.

Que haya habido intelectuales, hasta universitarios, capaces de dejarse caer dulcemente en la trampa estructuralista, me parece abominable. Hay gente que dirige sus pasos según la última revista, el último congreso, la última tertulia, el último libro leído, sin pensar nunca por su cuenta, deseosa, en el fondo, de eliminar de su vida y de su carrera cualquier complicación personalista. Si todos van en este sentido, ¿por qué no yo también? La enseñanza ha sido destrozada últimamente en Europa, en los Estados Unidos y, por supuesto, en la URSS también y todos juntos lo vamos a pagar caro, por estas mayorías comodonas que escogen siempre lo que piensan los demás y se desvinculan de lo personal, en un afán estructuralista que está en la base de todo movimiento decadente, de toda sociedad que desaprende a pensar, por un lado, y se separa del pasado o de la historia, por el otro. Como los personajes de la llamada “nueva novela”, víctimas del estructuralismo formalista. Es posible que haya sido el estructuralismo la fase más peligrosa, más letal y más manifiestamente nociva en el proceso de la descomposición del hombre tal como lo han intuido Nietzsche y Dostoievski y lo han ilustrado más tarde en sus novelas Jünger, Huxley y Orwell. Creo que todos los grandes novelistas de nuestro siglo han formulado, de una manera o de otra, el miedo ante la destrucción formalista.

Sin embargo, por ser quien era, o sea, un fantasma del siglo pasado, igual que el marxismo, el vampiro estructuralista se ha desmoronado durante una fase de recuperación humana que ha sido típica de los últimos años, y sobre todo dentro de la conciencia de los jóvenes. Al rechazar el marxismo, la juventud occidental como la soviética, rechazó también el estructuralismo, que ya no está de moda. Encuentro en un libro, el que recomiendo a mis lectores, amantes de la literatura, unas definiciones y unas críticas del estructuralismo, que me parecen de sumo interés. Se trata de una Introducción a la literatura (Ediciones Eunsa, Pamplona, 1979) que tuve la oportunidad de leer estos días, con cierto retraso, pero es este el destino, en general, de los buenos libros: llegan tarde, pero en el momento más oportuno. Su autor es el crítico literario del prestigioso cotidiano chileno El Mercurio, J. M. Ibáñez Langlois. Escribe: “El método estructuralista... sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito... El estructuralismo, como eliminación del buen gusto... puede pervertir la enseñanza literaria.” ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque “el dudoso fundamento filosófico del estructuralismo en sus diversas formas es la aniquilación del yo”. Magnífica definición, en perfecta concordancia con las afirmaciones de Gonseth.

Podríamos ir más lejos y afirmar que el estructuralismo es, en el fondo, la destrucción del lenguaje. Y es lo que se ha llegado a realizar en el marco de la literatura soviética. El formalismo estructuralista del sistema ha eliminado, excluyendo a los individuos como afirmaciones de la libertad, al lenguaje mismo, es decir, al lenguaje literario como posibilidad de innovación. El realismo socialista representa, en el fondo, un axiomatismo literario y define la literatura rusa al nivel, muy bajo por cierto, de Gorki, realista del siglo pasado, que es el modo de definir al realismo socialista. Con todos los riesgos que esto supuso, tanto Pasternak como Solzhenitsin, y antes Zamiatin, tuvieron que evadirse del gulag estructuralista para poder decir algo y situarse al nivel de los escritores occidentales que, libres de estructuralismo, habían evolucionado mientras tanto en direcciones opuestas al realismo.

Desgraciadamente el daño ha sido hecho y el impacto ha sido espectacular en la nueva novela como en la nueva crítica, contradicciones en los términos, ya que no han aportado ninguna novedad, al contrario, han hecho imposible la expresión de la novedad al utilizar la mordaza estructuralista. Hay años estériles en la literatura occidental producidos por este impacto, del que se han salvado algunos escritores hispanoamericanos y pocos europeos. Lo que podemos esperar es una nueva toma de conciencia, por encima de los feos despojos estructuralistas que todavía infectan el aire, capaz de volver a otorgar al escritor el contacto perdido, con el pasado y con el futuro. Lo que el estructuralismo impedía hasta ahora, fiel a su axiomatismo destructor del uno como del otro.

No es posible una ciencia literaria, como lo afirmaba aquí, hace dos semanas. El estructuralismo quiso elaborar una, pero no lo logró, ya que destruyó su propia posibilidad de existir al aniquilar a la misma posibilidad creadora. Sin embargo, una relación entre ciencia y literatura es necesaria, ya que son, las dos, técnicas del conocimiento y pueden inspirarse recíprocamente ideas , teorías, argumentos y perspectivas en esta lucha permanente por la libertad que sólo tiene sentido fuera de cualquier formalismo.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



sábado, 8 de septiembre de 2007

Los poetas y la guerra civil española


En un artículo titulado "Spender y la guerra de España" (en Razón Española, enero-febrero 1985), el profesor Esteban Pujals presenta el drama del poeta inglés Stephen Spender, parecido al de Orwell, una vez tomado contacto con la realidad española, en 1936. Entre los países occidentales "... Inglaterra se distinguió de un modo extraordinario, y al considerar la guerra de España como una lucha entre la democracia y el fascismo, la opinión de sus escritores se inclinó de un modo abrumador en favor de la España republicana". Fue el caso de Hemingway, hasta cierto punto, pero también de G. Bernard Shaw, Aldous Huxley, Arthur Koestler, Rosamond Lehman y muchísimos más, mientras que los que militaron a través de sus escritos a favor del otro bando fueron pocos y menos conocidos, dominando a todos, sin embargo, Ezra Pound, cuyo peso específico, en este sentido, me parece decisivo en relación con cualquier actitud que la crítica literaria futura pueda tomar con respecto a este tema. En el libro de Bernard Crick George Orwell, una vida (Ed. Secker and Warburg, Londres, 1980) aparece, a través del autor de 1984, el conflicto anímico en toda su magnitud, ya que resultaba difícil haberse pronunciado a favor de la libertad y la democracia y encontrarse, una vez conocida la situación en el frente español, con una realidad tan contradictoria. Es en el frente, en efecto, donde se produce en Orwell el cambio fundamental, el cual iba a provocar el proceso creador de sus únicas obras maestras, La granja de los animales (Animal Farm, traducido al español bajo el título de Rebelión en la granja) y la novela que dominó el horizonte literario del pasado año, y quizá la tragedia psicosomática que acabará con su vida años más tarde.

En Stephen Spender el conflicto interior es menos fuerte, pero no menos difícil la transición que, más tarde, se traducirá por una separación y una toma de posición netamente anticomunista. “La idiosincrasia apacible de Spender acusó la herida de la rudeza con que se tenían que implantar unos ideales que teóricamente parecían puros, y el lado cristiano de su naturaleza reaccionó contra la guerra con un sentimiento intensamente humanitario.” El problema es: ¿cómo pudo un intelectual de la talla de Spender caer en la trampa y defender, a veces con su propia vida, una posición tan evidentemente antihumana? ¿No resultaba fácil darse cuenta de la realidad antes de pisar el suelo español de la guerra? Muchos vinieron aquí y se volvieron a su país cambiados y arrepentidos, pero muchos otros siguieron en su absurda creencia de que el bando estalinista representaba la democracia, error garrafal que costará a la humanidad la entrega de medio continente a los sabuesos marxistas leninistas. Escribe Orwell, tratando de explicar el asunto, el más trágico de nuestro tiempo y quizá de todos los tiempos, y que deja caer una luz siniestra sobre acontecimientos, ideologías y personas: “Los intelectuales son más totalitarios en apariencia que la gente común.” Se oponían a Hitler, pero “... para aceptar a Stalin”.

Existiría, pues, un punto de encuentro entre la literatura y la política capaz de ejercer, según Orwell, una permanente y fuerte presión sobre los intelectuales. Y es el momento en que el intelectual se rebela en contra de la falsificación de un texto científico, pero no tiene nada que decir ante la falsificación de un texto histórico. Es lo que hoy sucede en España, donde espíritus científicos falsifican el pasado de su propio pueblo. Es verdad que, últimamente, los intelectuales auténticos y los nombres más eminentes de la cultura, en toda Europa, han abandonado el Partido Comunista porque se han dado cuenta de que era vergonzoso pertenecer a un grupo de subversión de lo humano y de destrucción de la cultura, pero el problema no ha sido aún resuelto. Si no pertenecen al partido son, por lo menos, sus aliados, y siguen confundiendo, por pura pasión totalitaria, como decía Orwell, marxismo y libertad.

Han pasado decenios desde que Orwell y Spender dejaban en España sus ilusiones políticas, pero la amenaza sigue de pie en todas partes; por un motivo o por otro, el intelectual no duda, si alguien le obliga a elegir, a pronunciarse a favor de Stalin y en contra de su contemporáneo Franco, por ejemplo. Cuando la historia misma, y los libros que de ella dan cuenta, han colocado a la URSS en el sitio que le corresponde, dentro de la pesadilla totalitaria más avanzada y más torturadora, y a España también, cada una en su última justicia.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (1985)



sábado, 1 de septiembre de 2007

Nuevo libro sobre san Francisco


Muchos han escrito hasta ahora sobre San Francisco de Asís. Creo que la última vida del Poverello haya sido el Hermano Francisco (1983) del novelista francés Julien Green. Hablando de la actualidad del santo, Green escribía: “Difícilmente podremos hacernos una idea del entusiasmo que Francisco desencadenó en un país espiritualmente debilitado, como era la Italia de aquellos años (finales del siglo XII, n.n.)... Una piedad formalista y ostentadora podía engañar al observador. Había también, y es allí donde encontramos un punto de semejanza con nuestra época, un vacío al que los placeres no lograban llenar, un hambre de otra cosa, una inquietud del corazón. La Iglesia no sabía ya hablar al alma porque ella misma se dejaba hundir en el mundo material.” Pero bastaría citar aquí los libros clásicos de Sebatier y Joergensen, o el ensayo de Chesterton, basados todos ellos en la primera biografía del santo de Asís escrita por Tomás de Celano, para constatar hasta qué punto Francisco logró penetrar en las almas, no sólo en las de sus contemporáneos, sino, por encima de las épocas, en la conciencia de todos los seres humanos deseosos de purificación, sobre todo en tiempos de escasez espiritual.

Recientemente apareció en Florencia un Cantico di frate Sole (Ed. Nardini, 1984) escrito por Adolfo Oxilia y dedicado a interpretar al fraile fundador a través de su obra poética, situándolo, claro está, en la vida de su tiempo y en medio de la problemática del siglo XII y del XIII. Francisco, como es sabido, fallece en 1226, a la edad de cuarenta y cuatro años. En el fondo, ¿qué es lo que pretendía el pequeño fraile de Asís? Reformar la sociedad a través de una reforma de la Iglesia, en un tiempo tambaleante, inseguro, contaminado por las herejías y la crisis interior. Los santos aparecen siempre en momentos así. Si no aparecen, por un motivo o por el otro, la sociedad se hunde para siempre, como pasó en Bizancio, o en la historia última de los mayas. Fue una honda crisis religiosa la que acabó con las dos. Y también Rusia, la llamada “santa Rusia”, se hundió en el infierno comunista porque carecía de santos, esto me parece hoy más que evidente. No bastó Dostoievski para salvarla, una crítica y una toma de conciencia. Lo que hizo San Francisco fue sacudir a los príncipes de la Iglesia, demasiado pegados a los placeres y al lujo y, por el otro lado, dar ejemplo de cómo tenía que ser un cristiano digno de este nombre. Francisco y los suyos lo que descubren es la belleza de ser pobre, en medio de un mundo cristiano, o seudocristiano, dominado, desde arriba, por la riqueza material. Por este motivo, creo, los santos son más poderosos y su acción más cargada de consecuencias que la de los teólogos. Cada uno con su tarea, es verdad, pero en tiempos de amenaza fundamental, como es el nuestro o como lo fue el de Francisco y de Clara, el ejemplo es más importante que el libro y hasta que el Concilio.

Fue, evidentemente, el mérito de Inocencio III el de haber comprendido y autorizado el movimiento nacido en Asís, tanto más que su actitud personal ante el fondo del problema, el cristianismo como religio y no como poder terrenal, era más bien política. Sin embargo, la descomposición era elocuente y la necesidad de una renovación clamaba al cielo. Sin esta clarividencia papal es posible que el cristianismo se hubiera quedado sin los franciscanos, sin la basílica, sin las pinturas fabulosas en ella acumuladas, sin la resonancia que el franciscanismo ha tenido y sigue teniendo en el mundo occidental, réplica permanente y ejemplo vivo de lo que es el cristiano por encima de los accidentes de la historia.

El Cántico del hermano Sol es el primer monumento escrito del idioma italiano y ha sido traducido al español por Federico Muelas, hace unos años, en una versión moderna de gran belleza. “Laudato sí, mi Signore, per sora nostra morte corporale”, reza uno de los versos más famosos de aquel himno de gracias que el Poverello eleva al Señor, versos únicos, quizá, en la lírica de todos los tiempos, porque empapados de la genialidad simple y directa del santo, que sabe alcanzar la poesía, como San Juan de la Cruz, sin pasar por ninguna tentación estética. El contacto con la belleza y con la verdad se realiza en el acto.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)