martes, 31 de julio de 2007

El retorno a Tolkien


Creo que Rafael Sánchez Ferlosio, al buscar tanto, se ha equivocado de camino. Porque El testimonio de Yarfoz (Alianza Editorial, Madrid 1986), si parece a veces una continuación de Alfanhuí, libro estupendo y prometedor, nada tiene que ver con El Jarama, libro sumamente interesante desde un punto de vista profético, ya que hacía actuar en sus páginas con sus modales y, sobre todo, con su lenguaje, a la actual clase dirigente española. Era como una triste pero acertada premonición. Futuros diputados, senadores y hasta ministros estaban allí, bajo un sol de verano casi aplastador, tejiendo con sus anónimas andanzas y con sus nimiedades conversatorias un futuro que hoy está en la gloria cotidiana de la historia de España. Los escritores tienen a menudo esta posibilidad adivinatoria y, de este modo, podríamos decir incluso que el socialismo es un estructuralismo, siguiendo el estilo y el contenido lingüístico de El Jarama. No sólo la música puede ser profética, como lo demostró Albert Roustit en su estudio La profecía musical, con prefacio de Olivier Messiaen (1970), sino también la literatura, en un sentido puramente estructural e idiomático, sin que el autor tenga que arriesgarse en el terreno de la profecía propiamente dicha. Aquella clase habladurienta, cuyo sueño de un día de verano dirige el río Jarama hacia su propia estabilización en el poder, encontró en el magnetófono memorial de un escritor su mejor crónica y su más temible presagio meteorológico-político. El estilo, solía decirse, es el hombre.

Sin embargo, esta crónica de unos países y de unos sitios que no existen, esta utopía y ucronía a la vez, contadas por Yarfoz, “oscuro hidráulico” de la ciudad de Escescésina, no me sugiere nada. Trato en balde de buscar sentidos ocultos, rasgos de premonición, algún que otro indicio de que el autor haya querido comunicarnos un mensaje secreto. Algunos hechos seudohistóricos, algunos pasajes rurales y urbanos, largas descripciones de costumbres inexistentes porque los Grágidos no existen ni existieron jamás, o de un fenómeno natural tan original como el tajo de Meseged o la necrópolis de Gromba Feceria, descrita a lo largo de tantas paginas que la lectura se vuelve pesadumbre, no logran nunca hacer creíble el relato.

Se trata del príncipe Nébride, constructor de puentes e hidráulico famoso en su tiempo y su espacio inventados, que abandona un día su ciudad natal porque enojado por la acción criminal de sus parientes, los reyes gemelos que, sin aviso previo, matan, en el puente que separa a los dos pueblos vecinos, al rey Éspel. La crónica reza así: “Los príncipes Caserres y Obnelobio, tu tío y tu padre, Nébride, atacaron ayer, desde Irisesia, con mil quinientos hombres, a los atánidas.” En medio del puente que unía a los dos pueblos se encontraba Espel, al que se le ocurre espantar los caballos de Caserres y de Obnelobio, estos “embrazan las azagayas, galopan hacia Espel, y lo atraviesan por el pecho dejándolo muerto a la mitad del puente.” Este hecho criminal, pero que no está justificado en la novela, ya que no entendemos bien por qué los dos atacaban a sus pacíficos vecinos, está en la base, digamos que de la acción del libro. Nébride abandona su país y, con ello, sus derechos a la herencia del trono y se dirige con todos los suyos hacia otros territorios, encontrando cobijo en Gromba Feceria, donde cambia de nombre y se dedica a quehaceres administrativos. Sin embargo, su hijo Sorfos, después de haber tenido un idilio amoroso con Ione, y un hijo de ella, es encontrado por los enviados de los Grágidos, que se lo llevan a casa y lo proclaman rey, una vez desaparecidos los parientes asesinos. De este modo la paz y la justicia, después de años de trastornos, más bien morales que políticos, volverán a reinar en la orilla del río Barcial.

Claro que la historia de los Hobbits y del Señor de los anillos, por Tolkien, con los mapas de aquella región inventada, se me presenta automáticamente ante la memoria. El testimonio de Yarfoz es como la réplica a la obra del gran escritor surafricano, pero desprovista del interés que conduce nuestros pasos a lo largo de aquella fantástica utopía, sueño, mito, leyenda, invento surrealista o manierista o lo que sea, pero libro maravilloso y encantador que hace surgir ante nosotros un mundo capaz de sustituir al grisor del nuestro. Es lo que pudo ser, lo que será, lo que nunca podrá ser o lo que cada uno de nosotros podría llegar a ser dentro de su propia imaginación, espoleada por el talento de Tolkien. En cambio, la crónica del supuesto Yarfoz no inventa ni sustituye nada. Le falta acción, imaginación y poder de creación. Es como una fábula de La Fontaine en la que faltaran los animales y cuya moraleja no significara nada porque está como desprovista de bases creíbles. Se le podría aplicar al autor esta frase de su propio libro, que no cito íntegramente porque ocupa más de media página: “Era Irra tan gran hablador que para sacar a colación cualquier especie no esperaba a que la hiciesen indicada los hechos del momento, sino que le bastaba con la oportunidad de que le viniese del libre y espontáneo entrelazamiento del hablar, de manera que su conversación marchaba a menudo tan totalmente separada de lo que nos traíamos entre manos, por aquellas populosas calles.. que, con todo esto, yo habría jurado que ya estaba totalmente distraído, olvidado y desviado de la ruta que llevábamos.”

Frases largas, párrafos interminables, páginas compactas sin otro descanso para el lector que la separación entre los capítulos, y un epos sin aliciente, dentro de cuyo desarrollo he buscado en vano la clave justificadora. Una crónica apócrifa, como tantas de las que se han escrito y han tenido éxito durante los últimos decenios y que ponen en evidencia el apetito surrealista, por llamarlo de alguna forma, del hombre sometido al impacto baboso del materialismo dominante. También en la Inglaterra o la Francia del XVIII, cuando se estaba formando el iluminismo y se estaba preparando la Revolución muchos escritores han intentado evadirse de aquella mediocre realidad y se han dedicado a escribir utopías, algunas nefastas, las que preparaban el espíritu revolucionario, otras prerrománticas, como Pablo y Virginia, que exacerbaban la pasión amorosa al inventar paisajes exóticos, con el fin de salvar el concepto y la práctica del amor, amenazados por el racionalismo sensualista de una época destructora de sentimientos, cuyo exponente quizá más ilustre ha sido el marqués de Sade. El sadismo como consecuencia del racionalismo podría ser toda una conclusión.

Pero, ¿dónde y cómo situar y comprender El testimonio de Yarfoz? Si tiene una trascendencia dentro de su propio manierismo, no he logrado dar con ella. Y si no la hay, ¿qué es lo que ha pensado de su propia obra el mismo autor al redactarla? ¿Rivalizar con El señor de los anillos? ¿O quizá volver a Alfanhuí por encima de aquel río seco y profético, irrepetible por supuesto, que fue El Jarama?

Alguna que otra vez, sumergido en el maremágnum de una lectura que parece no tener fin, el lector se pregunta por las intenciones morales del autor. Nébride es un hombre puro, un antimaquiavélico. Basta un crimen sin fundamento para que su vida coja un sentido contrario a su derrotero de príncipe. Se autoexilia y desaparece en un país extranjero. Su pureza hubiera sido ejemplar, si no chocara con la nimiedad de la causa. Además, hubiera sido mejor para todos si un príncipe así hubiera reaccionado positivamente, interviniendo en la política, marginando o eliminando a los reyes malos, con el fin de que la política pudiese seguir su curso ético normal, acostumbrado en aquellos pueblos. Su renuncia y su huida –es así como lo entendemos— provocará el desarrollo de una época mala, regida por los mismos criminales que, de este modo, permanecerán en el poder, mientras Nébride escogerá un exilio cómodo, lejano, olvidadizo e inútil. La autoeliminación del héroe destroza, desde un principio, cualquier restauración del bien y cualquier posibilidad épica para el autor.

El libro está escrito, en sus fragmentos logrados, como es el idilio de Sorofs e Ione, a nivel de obra maestra. Un idioma purísimo, tan rico y sugestivo como el de Alfanhuí, un estilo de inmensas posibilidades, una magnífica plaza de toros en la que el autor se mueve a sus anchas, pero donde faltan los toros, quiero decir la lidia. Pocas veces en mi larga vida de lector apasionado me he encontrado con un libro así, tan bello y tan incoherente en su afán de belleza que sólo en contadas ocasiones encuentra cauces para correr y orillas para embestir.

Una aventura singular, sin duda alguna, pero sólo porque la firma Rafael Sánchez Ferlosio. Es posible que el fallido experimento sirva para algo, en este nuevo comienzo literario de un escritor que, sentado en este zócalo pesado, nos está preparando la sorpresa que todos esperamos de él y, de modo paralelo, de la novelística española actual.

Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de enero de 1986.

lunes, 23 de julio de 2007

La picaresca en italiano


El crítico Carlo Bo acaba de publicar una edición antológica de la literatura picaresca y de presentarla al público italiano en un volumen en que encontramos a Rinconete y Cortadillo, al Lazarillo de Tormes y a Guzmán de Alfarache (Ed. Rizzoli, Milán 1986). Los comentarios que la aparición de dicho libro ha desencadenado en la península han sido varios, no exentos de admiración y a menudo de disparatadas ingenuidades. El origen y la proliferación del pícaro en la España de los Siglos de Oro siguen siendo un misterio. No conocemos con exactitud ni siquiera la patria semántica de su nombre. Siguiendo la teoría de Américo Castro, el pícaro no fue sino un hebreo perseguido que se ocultaba bajo una condición social de humildad y recelo, cuyo desemboque no pudo ser más que una literatura cuyo humorismo no hacía sino afilar con astucia el arma social de una venganza y de un anticonformismo que iban desde lo anticatólico hasta lo antimonárquico. Todos los valores importantes de la sociedad española de la época más brillante de su historia han sido triturados y escarnecidos por los autores de la literatura picaresca. Según Marañón, en su introducción al Lazarillo, esta literatura ha sido una desgracia para España, en cuanto productora de malentendidos y burlas que, más tarde, encontraremos en las mismas bases de la leyenda negra.

Se trató, según el punto de vista de algunos críticos, de una literatura de oposición, escrita por unos marginados sociales, de origen moro o judío. El mismo Mateo Alemán, autor de Guzmán de Alfarache, fue un cristiano nuevo perseguido por la impureza de su sangre y obligado a huir a Méjico. La misma decadencia de España, según estos críticos, se debió en aquella época a la persecución de moros y judíos, cuyo alejamiento o cuya falsa conversión explicarían la caída de la sociedad española del siglo XVI, como del XVII, en un impotente pesimismo, del que nunca logró levantarse. El ingenio judío y la operosidad mora destemplaron, con su exilio o su marginación, el arranque vital de los españoles.

Sin embargo, tengo la impresión de que las cosas se presentan bajo una luz de objetividad contraria a estas explicaciones más o menos subjetivas. Aquella sociedad española, privada de elementos étnicos y religiosos ajenos a su esencia, o bien convertidos a ella, fue la única en Europa capaz de descubrir mundos nuevos, de conquistarlos, de integrarlos a la civilización y a la religión cristianas y, también, de crear una cultura que, durante dos siglos, dominó Europa y dejó una magnífica herencia de obras maestras, todavía valederas. Ni los moros ni los judíos emigrados llegaron a crear una cultura mayor en los territorios donde se instalaron. En cambio los conversos contribuyeron, como Santa Teresa o Fernando de Rojas y el mismo Alemán, a la expansión y desarrollo de la cultura española peninsular. La mezcla con los españoles “cristianos viejos” fue benéfica para todos. El aislamiento en el espacio religioso y étnico respectivos, consecuencia de su alejamiento o expulsión, no dio frutos. Fue la matriz ibérica, cristianizada y latinizada, la que produjo el fenómeno de la expansión y del imperio, como el de las obras maestras. La picaresca no fue más que el polo equilibrador de la honra, el elemento complementario de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, San Juan de la Cruz, etcétera. Lo uno complementa y explica lo otro. No lo contradice, como afirma un crítico italiano. La misma presencia en Cervantes (Rinconete y Cortadillo), en Quevedo (El Buscón) o en Lope (el gracioso) de personajes picarescos es, desde este punto de vista, representativa. El pícaro está en todas partes, hasta en la literatura de los que cultivan la honra y los valores positivos del imperio. La picaresca no es la literatura de los marginados, moros y judíos rechazados por la sociedad de los cristianos viejos, sino la expresión de una crítica social necesaria y constructiva, dando cuenta de la libertad de expresión que reinaba en la época. No es la expresión de un minus sino la de un plus.

Resulta muy difícil, cada vez más, comprender a España, sobre todo en un tiempo empeñado en destruirla, bajo todos los aspectos. Y no me parece justo contemplarla, en su momento más alto, bajo perspectivas difamantes o parciales. En definitiva, ¿qué es lo que permanece en vida, pensando en la Europa de entonces, contemporánea de Cervantes y del Lazarillo, si eliminamos a España, o si la reducimos a un concepto inquisitorial y picaresco? Poca cosa. Europa existe y se justifica a sí misma sólo en relación permanente con su complementariedad española. Rebajarla o malcomprenderla es menospreciar y menguar a Europa.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (8 de enero de 1986)


lunes, 16 de julio de 2007

Rossellini y el drama de la libertad


Uno se encuentra de pronto ante la imagen de su propio destino, al que había pensado abandonar detrás del último libro. Y es posible que el novelista se dedique a escribir historias implicando en ellas la parte más sombría de su vida, con el fin de verse liberado de aquel peso y de poder respirar al aire de un futuro menos expuesto a la barbarie de los recuerdos y del dolor, un futuro desvinculado de la presión dominante del acontecimiento que había provocado la separación, o, como decía Rilke, despedida. Pero, de manera más dramática que los demás, aquella avanzadilla que es la de los seres humanos obligados por las circunstancias históricas a despedirse de lo suyo, de su patria, de su familia, de sus bienes, de sus amigos, de sus paisajes, de su idioma, de los libros de su infancia... Es el drama del exiliado, al que Dante supo encerrar en un libro de viaje, llenarlo de sus amores y de sus odios y tirar por la borda del espíritu lo que desde su pasado amenazaba su libertad. La Divina Comedia no es más que un tratado de teología escrito a lo largo de un viaje en el más allá, con el fin de que el poeta pudiera librarse del peso demasiado visible y molesto de su despedida de Florencia. Hay una frontera terrible entre el Dante florentino y el Dante exiliado. Para soportar el destierro, o sea, la separación o el alejamiento, el poeta carga a sus espaldas personajes del pasado, amigos y enemigos íntimamente relacionados con la tierra perdida y los descarga luego en un libro. De este modo, se imagina poder seguir más tranquilo por el camino hacia el futuro.

Utilizando la misma táctica, Ovidio llena de recuerdos y de lamentaciones sus Tristes y Pónticas, y Chateaubriand sus Memorias de ultratumba con el fin, quizá, de gozar de una eternidad liberada de lo terrenal. Cualquier autor de memorias lo que hace es imitar a estos famosos y cumplir con la tarea que Husserl recomienda a los fenomenólogos: colocar entre paréntesis al mundo objetivo, realizar lo que él llama una epoché, y evacuar de este modo el continente de la conciencia con el fin de poder dar el salto fenomenológico hacia el verdadero conocimiento. Todo resultaría ser, bajo este aspecto, puro acto separatístico y los místicos sabían perfectamente en qué consistía la vía purgativa que los llevaba a la unitiva. Sagrado o profano, el acto en sí implica una separación o una despedida, cuyo fin es siempre un olvido y una entrada libertadora en el terreno de una nueva sabiduría.

Al ver el otro día por televisión la película Stromboli de Rossellini, director de cine que me gusta poco, porque no me ha convencido nunca el neorrealismo y tampoco Ana Magnani, me he dado cuenta de que, en el fondo, mi propia literatura, de la que nunca hablo, o muy poco, no es sino la historia de unos personajes en eterna despedida, símbolos de todos nosotros, pero sobre todo del personaje clave del siglo XX, con más razón después de Yalta, que es el exiliado voluntario o involuntario, el condenado obligado a abandonar su patria porque así se lo impone la ley o porque, colocado entre la muerte y el destierro, escoge a este último, como es humano hacerlo. Y digo esto porque Karin, interpretada por Ingrid Bergman en la película de Rossellini, representa perfectamente el papel del ser humano obligado a huir, a despedirse (ella es lituana) y a transplantarse a una isla volcánica del Mediterráneo, símbolo también del peligro en que todos los seres humanos vivimos desde siempre. Exilio es el nombre de nuestra existencia, en el sentido más platónico de la palabra, ya que el alma se ve obligada en un determinado momento a abandonar el mundo de las ideas y a exiliarse en un cuerpo perecedor e ignorante, sometido a las equivocaciones, al seudoconocimiento y a la muerte. Karin había huido de Lituania para no caer en manos de los rusos, se encuentra en un campo de concentración en Italia, al final de la guerra, y escoge el matrimonio con un italiano pobre con el único fin de poderse salvar ante la posibilidad de ser entregada a los rusos, como pasó en miles de casos similares, como consecuencia del crimen colectivo cometido en Yalta por los tres malos actores de la más grande tragedia de todos los tiempos. Sin embargo, la elección de Karin no es acertada. No logra integrarse en el mundo de Stromboli. Es la miseria, la incomprensión, la estrechez material y espiritual. Cuando el volcán se sale de madre y su lave invade el pequeño pueblo donde viven Karin y su marido, se produce la separación entre los dos y ella huye, o trata de huir, cruzando la montaña cerca del cráter, y no lo logra. Ante la parquedad de sus recursos y las fuerzas que se unen para destruirla, descubre su inmensa soledad e implora el último socorro posible, levanta su mirada hacia el cielo cubierto de estrellas y se dirige a Dios. Es así como encuentra la paz y comprende. Volverá al pueblo y al marido, puesto que eran su única posibilidad de anclarse en el destierro, la única patria que tenía. En el fondo, nada podía sustituir lo perdido, sólo quizá el nuevo entendimiento que había conseguido después del contacto con la fuente de todo saber y consuelo. El final de la película es un final místico, profundo y genialmente humano. Hemos perdido algo para conseguir otra cosa, posiblemente mucho mejor, aunque situada en un plano distinto, que es el de la otra dimensión, la del alma, y cuando nos hacemos cargo de ello los demás problemas, relacionados con la pérdida y la despedida, se vuelven de repente inocuos y como empequeñecidos.

Creo que una de las escenas más desgarradoras del cine de la postguerra es la del grito de la mujer consciente de su soledad y de su separación, de la inutilidad de cualquier actuación, ya que nada tenía el poder de reintegrarla a lo que había perdido, su Lituania natal, su mundo destrozado y borrado del mapa. Nadie supo nunca representar mejor esta desesperación anímica y orgánica a la vez y que ningún otro dolor puede igualar. El momento en que uno cobra conciencia de lo que ha perdido, en una situación tan clara y reveladora como la que vive Karin encima del volcán y ante la imposibilidad de seguir adelante y salvarse –pero salvarse, ¿hacia dónde y con qué fin?— es uno de los momentos cumbre del arte de Rossellini. Aquella escena es desgarradora y, sin querer, durante días, traté de esconderla detrás de mi conciencia. Sólo esta noche, ante la máquina de escribir, en un momento casi de revelación, tengo el valor de confiar a mis lectores el secreto de mis libros, que ellos mismos habrán descubierto a lo largo de sus lecturas, más fuertes que yo bajo este aspecto, ya que situados ante un drama ajeno y más libres para apreciar, entender y seguir adelante.

Me hubiera gustado relacionar la película de Rossellini con otros libros y durante unos momentos concentré mi memoria con el fin de poder citar novelas de contenido afín, y no lo logré. Fue cuando me decidí a autocitarme. ¿Cómo es posible que nadie, o muy pocos escritores hayan intentado describir este drama explicativo del mal que aqueja nuestro tiempo? ¿Es posible que Thomas Mann, que ha vivido bastantes años en el exilio, haya escrito Doctor Faustus única y exclusivamente para acusar a los suyos, o sea, a los alemanes, de los desmanes de la Segunda Guerra, cuando todos hemos sido culpables de ella? Joyce se autositúa en el exilio con el fin de poder escribir el Ulises y Musil abandona Viena para ver desde lejos los defectos de Cacania, que es la humanidad, y el protagonista de La hora veinticinco es también el símbolo del exiliado perenne, pero tampoco es una patria la que él pierde, porque son los demás quienes lo exilian en sus propias manías y no los suyos. El drama es el de Dante y el de Karin, la lituana de Rossellini. Son las mismas patrias, caídas en manos de los negros, en tiempos del florentino y de los rojos en tiempos de Karin, quienes nos sitúan fuera del paraíso en que cada uno nace y que, al perderse, todo se pierde, menos el honor, como decía Francisco I después de Pavía para consolarse de alguna manera. Pues sí, menos el honor, todo lo hemos perdido, dentro de una conciencia de lo irrecuperable que nos acerca al conocimiento como cualquier situación límite, pero nos aleja de lo que nos hubiera gustado continuar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo con los ríos, los montes, las ciudades, los padres y los amigos. Y vivimos en la ilusión de haberlos recuperado, ya que hemos salvado la libertad y el honor, pero un día nos encontramos como Karin, encima del volcán de la conciencia y lanzamos hacia el cielo nocturno el grito suplicando ayuda. Y el cielo se apiada de nosotros y nos devuelve la paz, mientras el paisaje del exilio se vuelve paraíso recuperado. Ya que, en este nivel divino o simplemente metafísico, todo es patria cuando sabemos colocarnos en el territorio del alma.

Sí, yo mismo he vivido la noche de Karin y no sólo una vez durante las muchas noches de mi pasado, pero, ¿constituyen realmente respuesta y confirmación los destinos de los personajes de Dios ha nacido en el exilio, El caballero de la resignación, Los imposibles, La séptima carta, Una mujer para el Apocalipsis, Viaje a San Marcos, Marta o la segunda guerra y, sobre todo, el Tomás Singurán de Perseguid a Boecio en su doble y trágico aspecto contemporáneo e histórico? Es una pregunta. Es posible que sólo pagando un precio, muy alto en casos como estos, uno alcance la vía unitiva, después de haber recorrido las leguas de la vía iluminativa y los dolores de la purgativa. Entonces lo místico se vuelve Via Crucis y, una vez inserto en el destino de todos los destinos, nos volvemos historia sagrada, puesto que todos somos una Imitatio Christi en miniatura, imagen en bronce, y a lo sumo en plata, del oro fundacional o crístico. Pero ¡qué metales más pesados, Dios mío!

Sin embargo, la pregunta queda en el aire: ¿por qué tan pocos novelistas contemporáneos del Via Crucis más largo y más poblado de la historia del hombre, que es la segunda mitad del siglo XX, han tenido la osadía de acercarse a un tema tan actual? Quizá porque el tema sea demasiado escabroso y hasta repulsivo. Es como acusar a todo el mundo de lo que sucedió y sigue sucediendo sin que nadie quiera enterarse y, menos todavía, tratar de resolver el problema. Con un tema así no es posible alcanzar la gloria del best-seller. Lo que explicaría los pocos lectores que tengo, es verdad que en muchos países, lo que no deja de ser un consuelo y una esperanza.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



jueves, 12 de julio de 2007

Sobre Atlántida y el tema de los orígenes


Todo parece tener un sentido, hasta lo más vulgar y sensacionalista, en este tiempo conclusivo y esclarecedor. He comparado a veces las épocas de decadencia con el otoño revelador de la esencia del bosque. La caída de las hojas pone de relieve, de repente, el contenido de una vasta entidad vegetal, oculta detrás de su propio continente. Es así como la literatura del siglo XX es capaz de constituirse en síntesis y de resolver problemas y contrastes que no eran sino complementariedades, como el cíclico batallar, a través de los siglos de Occidente, de las etapas clásico-románticas a las que, hasta ahora, sólo Dante y Goethe han sabido concentrar en un solo ser cultural o, mejor dicho, espiritual. Pero he aquí cómo, bajo esta luz clarividente, lo más basto y corriente puede aparecernos como indicio de algo situado por encima de su propia intencionalidad. Quiero referirme a los libros dedicados a esclarecer aspectos tan apasionantes de la vida y de la historia, de la psique como de la astronomía, en una especie de alarde epistemológico que aparece como el resultado del consumismo cultural al que estamos sometidos (astrología, parapsicología, ovnismo, profetismo, conocimiento espectacular del pasado más remoto, etcétera), y que no es sino un vuelo esencial hecho de saltitos existenciales. Esto, en una sola palabra, podría llamarse simbolismo.

Tengo varios libros sobre la mesa y me gustaría hablar de todos ellos a la vez, en un arranque (yo tampoco me puedo sustraer a esta globalidad anagógica) típico de lo que hemos llegado a ser: víctimas de nuestra propia superficialidad, en el sentido de que cualquier malintencionado seudocientífico logra apasionarnos por temas de trascendencia reducida al nivel más bajo o televisivo de las cosas. Libros que, aparentemente, no dicen nada y que, en el fondo, y bajo la perspectiva abierta más arriba, podrían insertarse en otro tipo de esfuerzo. De esta manera, el presente enlaza con el futuro.

En primer lugar, dos libros que tratan de la Atlántida: La pirámide sumergida en el triángulo de las Bermudas, por Marcus Silverman, y En busca de la historia perdida, por Juan G. Atienza (ambos editados por Martínez Roca, Barcelona, el primero en 1984, el segundo en 1983), para enfocar, en segundo lugar, los horizontes abiertos por Las pautas proféticas, por Alan Vaughan (Ed. Martínez Roca, 1983), y corregidas, por así decirlo, por C.-G. Jung, desde el punto de vista de la psico y parapsicología, en su libro Un mito moderno y por la revista Metapolítica (Roma, 1983, en su número de diciembre), desde un punto de vista cristiano, y que, hasta cierto punto, coincide con el del psicólogo suizo y difiere esencialmente del de los tres autores citados.

Nos encontramos con dos problemas que apasionan al público de hoy, y que son la historia y la caída de Atlántida, y la realidad, interior o exterior, de los platillos volantes. Basado en textos antiguos y observaciones contemporáneas, el austríaco Jürgen Spanuth había afirmado, en un libro publicado en Tubinga, en 1976, que el continente sumergido había formado parte de las aguas del océano Atlántico, pero no de su zona canaria, sino de los mares del norte, situándolo cerca de las costas alemanas y danesas, en la inmediata vecindad de la isla de Heligoland. Spanuth hace coincidir aquel desastre con la aparición del cometa Halley en el año 1226 antes de Cristo, corroborada la fecha a través de muchos acontecimientos contemporáneos, como la destrucción de la civilización cretense y con el cambio de clima y paisaje que se produjo en la Grecia de entonces, aunque con efectos menos terribles. La segunda aparición del cometa coincidiría con el nacimiento del Señor, y la tercera, con la batalla de los campos Cataláunicos, cuando fueron vencidos los hunos. No hay duda alguna: Atlántida existió, y la historia y la geografía de la misma, expuesta por Platón en Critias, tienen el aspecto más riguroso posible, desde un punto de vista que hoy llamaríamos científico, aunque no hubiese sido esta la intención del fundador de la academia.

Según las averiguaciones de Marcus Silverman, una pirámide descubierta recientemente cerca de Bimini, en el mismo triángulo de las Bermudas, pirámide parecida a las de Egipto y Méjico, no permitiría ya ninguna clase de dudas. Atlántida erigía sus archipiélagos circunferenciales, tal como Platón los había descrito, en aquella zona. Cargada de energía y de información, dicha pirámide sería la causa del hundimiento de tantos barcos dentro del triángulo fatal, y la catástrofe se habría producido en el momento en que una de las tantas lunas que daban vueltas a la tierra había abandonado su órbita satelitaria, hubiera chocado con nuestro hábitat espacial y habría provocado terremotos e inundaciones a escala planetaria, consecuencias de los cuales cambios de clima radicales hubieran desencadenado desastres de toda clase, el fin de muchas especies animales y vegetales y la entrada de la Tierra en una nueva era. Monumentos de piedra fueron construidos desde entonces con el fin de indicar con asombrosa exactitud la distancia que les separaba de la hundida Atlántida, como, por ejemplo, el de Stonehenge, que, según cálculos realizados por Alex Stone, citado por Silverman, cálculos realizados sobre la base del número tres (y los trilitos de Stonehenge), darían la cifra de 6.300, que son los kilómetros separando [sic] el monumento del centro mismo del triángulo de las Bermudas. Debajo de aquellas aguas, según nuestro autor, se encontraría una inmensa ciudad, hecha de templos, pirámides y otros edificios, santuarios de la sabiduría de los atlantas, y que, una vez descubierta e investigada, permitiría a la humanidad un avance espectacular hacia el progreso y la paz, de la misma manera, supongo, en que la investigación que realizaron los templarios en los subterráneos del templo de Salomón permitió a los europeos la construcción de las catedrales y el inicio de una época de prosperidad espiritual y material.

No tengo anda contra estas teorías, simples hipótesis, en el fondo, montadas en un núcleo casi invisible de verdad controlada. Desde una perspectiva profana o científica, en el sentido que hoy damos a este concepto, es posible que Atlántida haya existido, en un sitio o en otro, y que las entrañas de sus monumentos estén pletóricas de datos sumamente interesantes y útiles para nosotros. El problema que, lógicamente, surge en la mente de una persona apasionada no tanto por la ciencia en sí, sino por lo que más bien podríamos llamar la “metaciencia”, lo que tendría que interesarnos, es: ¿por qué se hundió Atlántida? O, mejor dicho, situando el tema en el marco espiritualista, tan frecuentado por estos autores: ¿quién hizo hundir aquel continente?, puesto que, tanto según Platón como según otros investigadores actuales, el elemento fundamental del desastre no hay que buscarlo en las entrañas de la Tierra o en los cometas impersonales venidos de muy lejos y, por casualidad, enfrentados con la Tierra, sino en la maldad evolucionista de los atlantas, que pasan de una época de fidelidad a sus dioses o a su dios único, el fundador, Poseidón, a una fase de soberbia y de conquistas materiales. El fin de las civilizaciones, como la egipcia, por ejemplo, no está en la fuerza de una embestida exterior (los romanos para los egipcios, los bárbaros para los romanos), sino en una caída interior. También los templarios, como lo escribía aquí hace unos meses, conocieron una fase ascensiva y buena y se hundieron, como Atlántida, abatidos desde su interior orgullo y riqueza, cuando el bien inicial se volvió mal conclusivo y exterminador. Existe, pues, una posible interpretación, quizá la única correcta, del fin de las civilizaciones, basada en las posibilidades de exégesis total que nos brinda la metapolítica, en un caso; la metaciencia, en el otro. Pienso que todo en la historia de la Tierra tiende hacia un fin preciso y concreto: la revelación cristiana, y que todo lo que ha sucedido con anterioridad a ella no ha sido sino una preparación metafísica, desde el hundimiento de la Atlántida hasta el más remoto mañana. La Historia misma no es sino revelación paulatina, epifanía sin fin, pero con clave única. Por este motivo estoy convencido de que sólo el cristianismo puede dar pie a interpretaciones esotéricas conclusivas y realistas, dando a esta palabra su sentido religioso más exacto. El oscurecimiento de estos conoceres se ha producido, a lo largo de los siglos, tanto debido a cataclismos (venidos siempre desde una causa interior), como a actuaciones equivocadas, como las de tantos Papas del Renacimiento, embaucados por el humanismo, alejándose cada vez más del único conocimiento que los cristianos llamamos la verdad. La evolución misma de las ciencias actuales tiende a corregir la trayectoria equivocada, en una especie de arranque de feed-back que hoy tiene su justificación más fecunda y renovadora. Libros, pues, como el de Silverman, pueden ser interesantes, una vez colocados en su sitio. Dicha verdad se sirve hasta de tales pequeños pasos de danza para alcanzar su fin último.

Juan G. Atienza ha escrito mucho sobre tantas cosas. Su información es a veces exacta y científica, otras veces basada en hipótesis imposibles de averiguar. O en inexactitudes, como cuando, en la página 68 de su libro En busca de la historia perdida, donde [sic] hace derivar la palabra muérdago (muga sería el nombre celta de la planta) del francés muguet, cuando esto significa “lirio de los valles”, mientras muérdago, en francés, se llama gui. O cuando, al tratar de explicar las pinturas y bajorrelieves obscenos en algunas iglesias románicas, relaciona aquello con el tantra. Hubiera sido más sencillo recordar la lección moral del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, o la intención, moralizadora también, de La Celestina, obras escritas en épocas de inmoralidad o de vagas intentonas erotizantes (el amor loco) amenazando la sociedad española dedicada a la reconquista. O cuando sugiere que kábala podría relacionarse con caballo, cuando en hebreo significa tradición (gabbalah). Lo apasionante en este libro lo constituye la intención de situar a España en un auténtico espacio esotérico y hasta ocultista (Noé en Noya, por ejemplo, o “Las sorpresas de la vieja Asturias”). Lo que, a menudo, puede confundir al lector es la actitud digamos religiosa de Juan G. Atienza. ¿Se trata de un homo religiosus dispuesto a investigar bajo la nueva luz a la que aludíamos antes, o de un ocultista esotérico, tan de moda hoy, aceptando cualquier tipo de introducción a la fenomenología religiosa, menos la cristiana? En este caso su obra tiende de por sí a una autodestrucción casi masoquista, y que resulta interesante en cuanto tal, fenómeno característico de los tiempos (tempora pessima sunt).

España, como toda tierra, europea o no, ha sido y es tierra sagrada, en el sentido de que ha servido para representar parte del gran espectáculo (el gran teatro del mundo) en cuyo marco terrenal iba a producirse el Nacimiento del Niño Divino anunciado por Virgilio, y donde, al final de los tiempos, se va a producir la segunda venida. En este sentido todos los esfuerzos esclarecedores, incluido el de Juan G. Atienza, constituyen actos de acercamiento, forman parte de una metahistoria que, poco a poco, empezaremos a comprender.


Vintila Horia, en El Alcázar, febrero 1984

martes, 3 de julio de 2007

De Guy a Gay o el centenario de muchas cosas


Exactamente hace un siglo lo que reinaba en la Francia de la segunda República era el realismo, conocido en esta fase de su existencia como naturalismo. Era la época de Emilio Zola, los hermanos Goncourt, Alfonso Daudet, continuadores de la investigación fenoménica de Flaubert. Entre dos prolongadas caídas de párpados (cito a Emilio García-Merás), el locutor nacional llamó Gay de Mompasán a la estrella de aquel movimiento literario que imponía en la novela francesa y europea la ideología dominante de la época, o sea, el materialismo. Corta fase de entusiasmo, dentro del optimismo característico de estos arranques sin fundamento que hacen creer durante un rato a los hombres que la vida es lo que se ve y, siendo eso bastante reducido, lograremos conocerlo, explorarlo, mejorarlo, etcétera; fue el sueño de los humanistas renacentistas y de los ilustrados del XVIII y todos ellos acabaron en pesadilla revolucionaria. Sin embargo, Guy de Maupassant tuvo más talento que los demás y en sus libros más famosos, como Una vida (1883), Bel Ami (1885) y sus cuentos, llevó hasta sus últimos extremos los secretos de una corriente literaria bastante exenta de arcanos, pues de poder adquisitivo en el orden cognoscitivo como en el artístico.

Gustavo Lanson, en su Historia de la literatura francesa, lo define con mucha claridad de la siguiente manera: “En todo esto, nada de filosofía profunda: fue en el aire ambiental donde Maupassant ha tomado la doctrina del correr incesante de los fenómenos; lo que dispensa a uno de filosofar, y de allí no se ha movido.”

Enfocar la vida desde el mirador poco alto de los fenómenos visibles, investigarla científicamente, como lo pretendió Zola, llevó siempre a los escritores a cultivar esperanzas situadas la misma altura. Máximo Gorki, agitándose en la misma estela, confundió la vida con las reacciones primitivas de los vagabundos rusos y el misterio de la noche con la noche en los asilos, simpleza que le llevó hacia el consuelo comunista y a la formulación política de una nueva estética, muy vieja en realidad, que fue la del llamado “realismo socialista” que, como sabemos, no logró nunca autodefinirse, en el sentido de que nadie se ha enterado hasta la fecha por qué el socialismo tenía que ser realista o el realismo socialista. Las novelas y el teatro creados bajo dicho encantamiento no dieron cuenta jamás del drama ruso, mucho más interior y oculto, lejos de las miradas bastas del naturalismo materialista, drama que no fue nunca, y tampoco lo es hoy, realista o socialista. Es humano. Pero para alcanzar este nivel es preciso apartarse de los telescopios políticos con los que escritores y secretarios de partido siguen enfocando desde muy cerca la vida del alma. Que no es una galaxia.

A pesar de las críticas que hoy podemos formular a la literatura naturalista en general, y a la de Maupassant en particular, los cuentos y las novelas de este escritor muerto joven (el mismo año que Zola, en 1893, hace exactamente noventa años) tienen el encanto especial de la gran sinceridad ante la vida que tuvo el autor de Bel Ami y que no tuvieron ninguno de sus secuaces soviéticos. No abordó sus temas, simples, sí, pero auténticos, desde la perspectiva política. La vida no es eso, pero parte de ella sí. No logramos entender nada, pero por lo menos apiadarnos de algo, con el mismo valeroso heroísmo que empujaba a Maupassant hacia sus pequeños protagonistas, pobres mujeres de la clase media o alta, prostitutas, enamoradas, decepcionadas, y que lograban conmover a un público muy numeroso y a llevar a los europeos –ya que el fenómeno naturalista fue europeo- hacia lo que en la política de entonces fue llamado la Real politik de Bismark y que llego a asustar a los expresionistas de principios de siglo. Aquel falso realismo, del que nacerá tanto la revolución comunista como la Primera Guerra Mundial, era como una trampa. Muchas cosas se cocieron entonces, hace un siglo exactamente, dentro de la psique occidental. Y la cocción resultó más bien ponzoñosa. Por encima, claro está, de la voluntad y de las intenciones de Guy de Maupassant, que de gay nunca tuvo nada. La belle époque fue engendrada en la misma década y cubrió con su falsa alegría, que no llegó a engañar a Rilke ni a Rodin, a sus contemporáneos y que sacó de la garganta de los expresionistas los chillidos más esperpénticos y proféticos a la vez.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)