lunes, 28 de mayo de 2007

Don Enrique de Villena, entre la magia y la literatura


El autor de El arte cisoria fue uno de los personajes más desgraciados en la historia de las letras españolas, no sólo por gordo, pequeño y feo, no sólo por perdedor en casi todo lo que emprendió en su vida de noble y descendiente de los reyes de Aragón, sino también por dejar detrás de su muerte una biografía sometida a toda clase de arremetidas. Hay quien lo elogia, como humanista, poeta y prosista, y quien lo acusa de haber practicado la magia o por haber formado parte de algún que otro grupo de adoradores de Satanás. Hasta con la Divina Comedia no tuvo suerte, ya que su traducción, una de las primeras en castellano, es de las últimas como ingenio y fidelidad. Creo que su peor desgracia ha sido la de pertenecer a una época literaria en que rivalizan con él Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Nebrija, Fernando de Rojas, entre otros. Fue una época brillante, no sólo en hechos de armas, sino también en obras literarias y hasta el Libro de buen amor coincide con la vida del marqués de Villena, que nunca fue marqués y si llegó a ocupar el maestrazgo de Calatrava fue con tan poca suerte como en todas las empresas que alcanzó tocar con sus dedos más bien trágicos que mágicos. ¿Fue realmente un mago, un hechicero, o un brujo aliado del demonio este hombre “...pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e colorado”, como lo describe Fernán Pérez de Guzmán (en Generaciones y semblanzas) y que “comía mucho”; según otros “auctor muy sciente”, casi un Fausto español, pero que nunca encontró su Goethe para transformarlo en un mito universal?

Yo llegué a él a través de El Greco, puesto que el pintor vivió varios años, después de 1585, en las casas del marqués de Villena, donde, según Manuel Cossío, “recibe alquilados unos aposentos” y donde volverá a vivir hacia el final de su vida. Casas que hoy no existen, que se asomaban al Tajo, ocupaban mucho terreno y tenían un pequeño aposento llamado “la escalerilla del infierno”, hecho no extraño en un sitio de propiedad tan mal famada. Creo que es difícil, además, encontrar dos personalidades tan antagónicas como las del falso marqués y el pintor cretense, sospechoso el primero de tantos dudosos acercamientos, impecable el pintor y más ortodoxo que un cardenal de hoy, en su pensamiento como en su comportamiento cotidiano. Durante más de un año traté de acercarme a don Enrique de Aragón, llamado marqués de Villena, famoso más por su leyenda que por su actuación. Y casi por casualidad alguien me recomendó el libro de Antonio Torres-Alcalá (Don Enrique de Villena, un mago al dintel del Renacimiento, Ediciones José Porrúas, Madrid 1983) que, hasta cierto punto, llega a desocultar el misterio.


Y digo “hasta cierto punto” porque nadie logrará nunca verter luz definitiva sobre el caso, ya que las ocupaciones nocturnas del ex maestre de Calatrava permanecerán siempre en las tinieblas del secreto personal. Si fue un mago y no lo publicó, es explicable. La Inquisición hubiera provocado un proceso y no sabemos cómo hubiera terminado y, en segundo lugar, el asunto mismo de la quema de sus libros (parte de ellos, según parece) sospechosos de brujería y magia negra, deja entrever por lo menos el interés que el personaje tenía por conocer ciertos temas, mal vistos por la Iglesia y la mentalidad de la época. Sin embargo, no hubo tal pleito y la mala suerte de don Enrique no puede achacarse a su biblioteca y tampoco a sus predilecciones noctámbulas, sino más bien a su personalidad y a sus muchos defectos físicos y psíquicos. Torres-Alcalá cree que el destino del traductor de la Divina Comedia se debe más bien al hecho de que “... escribía con la pluma en vez de con la punta de la espada y, por si eso fuera poco, por lo que escribía”. El autor quiere convencernos de que el mester de las armas, preferido por los españoles de entonces, impedía el desarrollo de la literatura y que, además, quien prefería la poesía a las batallas, quien era más bien poeta que caballero andante, al estilo del siglo XV, mal empalmaba con el ideograma de su tiempo. Esto es sumamente discutible, creo, en una sociedad, precisamente en la que, antes y después de don Enrique, el escritor fue e iba a ser un soldado. Como lo hemos visto en un anterior artículo todos los grandes de las letras españolas pertenecieron a la milicia (soldados o monjes) y bastaría citar aquí a los contemporáneos del falso marqués como a Garcilaso, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón y demás. Nunca hubo desentendimiento o divorcio entre la literatura y la milicia en España, y sí en los demás países y sociedades europeos, desde la Edad Media hasta el final del Barroco. De manera que la tesis sostenida por el autor me parece falsa desde un principio. El marqués se resistía a batallar no porque no tenía ganas, sino porque era de conformación física, digamos, pacifista, como hemos visto más arriba. No podía levantar una espada y tampoco correr a pie o a caballo a través de un campo de batalla, o subirse por una escalera y enfrentarse con los enemigos desde aquella posición, como lo hizo Garcilaso o sostenerse de pie en un navío de guerra, como Cervantes en Lepanto. Se dedicó a escribir, diría, para olvidar la injuria genética de su físico antiguerrero y no de su psique, que se dedicó a reparar aquella merma a lo largo de toda su vida consciente. Y es posible encontrar una explicación psiquiátrica a sus inclinaciones ocultistas, partiendo desde la misma premisa. Es una lastima que Torres-Alcalá no haya ahondado en este sentido. El personaje se presta a un profundo y quizá esclarecedor psicoanálisis jungiano, en cuyo marco el inconsciente personal como el colectivo, el sello de su casi invalidez, creadora de complejos, como su abultado linaje, están en la base de su terrible incertidumbre. Un Fausto combinado con el marqués de Sade, quizá, y más conocido por la posteridad a través de su leyenda negra que a través de su visa real.

En cuanto al prejuicio militarista de su tiempo, según Torres-Alcalá, me parece que no explica nada, o muy poco, ya que muchos caballeros, tanto en el siglo XV como en otros (bastaría invocar aquí a los trovadores provenzales y catalanes) se dedicaban al mismo tiempo al mester de las armas como al trato con las musas. Jamás hubo “preponderancia de las armas”. También su casamiento, impuesto por el rey, pudo ser motivo de complejo, ya que María de Albornoz, con la que se casa en 1401, es manceba de Enrique III. Matrimonio infeliz desde todos los puntos de vista, porque, una vez nombrado maestre de Calatrava, el falso marqués “... tenía que acceder al recurso de divorcio que ante la Santa Sede había interpuesto su esposa, basándose en razones de impotencia de este”. Como es de suponer, la vida de este hombre no ha sido un destino aceptable, sino una sarta de humillaciones. Su literatura hubiera podido reflejarlas, sublimándolas, hasta el punto en que la tragedia personal se funde con el arte. Pero no fue así. En lugar de crear una obra maestra, don Enrique se dedicó a practicar el arte de la magia y a ser lo que entonces se llamaba “un buscante” y hoy un investigador, pero sin tocar fondo en ninguna de sus predilecciones científicas. ¿Fue también alquimista? Torres-Alcalá cita un fragmento de la carta de “los veinte sabios cordubeses”, muy admiradores del marqués y aparecida en 1889 en La alquimia en España, de E. Liarco, donde se afirma, recordando los sabios hechos ocurridos en su presencia y provocados por don Enrique: “... cuando ante nosotros fezistes descender las palomas que pasauan por el ayre volando, e las tomauamos a nuestro placer las que queríamos, dexando las otras por virtud de palabras e fecistes embermejecer el sol, assí como si fuesse eclipsado, con la piedra heliotropia, e nos contastes cosas por venir, que después havemos visto, con la piedra chelinotes...” Lo que sitúa al marqués a un nivel de mago todopoderoso y da cuenta de su retiro, ante los peligros que representaba la magia por quienes la ejercían, en tiempos dominados por la Inquisición.

También Rades, historiador de las órdenes militares, afirma: “De la Judisiaria y Necromancia supo tanto que se dicen y leen cosas maravillosas que hacía, con tanta admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el demonio. Compuso muchos libros de estas sciencias, en los cuales, aunque había muchas cosas de grande ingenio y artificio útiles a la República, había otras de mal ejemplo y sospechosas de que su autor tenía el dicho pacto”. Juicio ponderado y preciso, me parece, y que explica la tragedia de aquel hombre. Quien tiene tratos con el demonio no puede ser caballero ni escritor. Sin embargo, si disponía, igual que la Celestina, de tantas relaciones con las fuerzas del mal, ¿cómo es posible que no las haya utilizado en su provecho terrenal, ni siquiera para conseguir una gloria literaria o artística, como el personaje de Thomas Mann en El doctor Faustus?

Torres-Alcalá simpatiza con su personaje, si no no hubiera escrito el libro o, al revés, lo hubiera transformado en una sátira sin piedad, pero no acierta, a pesar de la seriedad del estudio, cuando trata de presentar al marqués como víctima “... de la baja estima en que estaban las letras en nuestro siglo XV”. La tragedia del marqués es mucho más compleja y tampoco podemos descalificar de esta manera a un siglo tan rico en caballería como en poesía.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

lunes, 21 de mayo de 2007

El comisario Maigret y el marxismo


La editorial italiana Adelphi acaba de publicar una nueva traducción de uno de los primeros libros de Georges Simenon, La ventana de enfrente (Roma, 1985), donde el prolijo novelista policiaco francés, inventor del comisario Maigret, hace tantos años ya, toma posición ante el marxismo. La novela es de los años treinta, cuando la intelectualidad francesa había tomado posición maciza a favor del estalinismo y cuando Malraux escribía: “... en caso de estallar una guerra, nuestros pensamientos se dirigirán hacia Moscú, se dirigirán hacia el ejército rojo”.

Era el tiempo en que Stalin asesinaba a diestro y siniestro, llenaba los campos de concentración de millones de inocentes, mataba a los poetas, colectivizaba las tierras y sembraba de cadáveres de campesinos la estepa rusa y cuando, como respuesta a aquellas barbaries sin nombre, la flor y nata de la intelectualidad francesa, y occidental, no cesaba en proclamar su amor por la patria del comunismo. André Gide, Bertrand Russell, Teodoro Dreiser, Barbusse, Romain Rolland, Arthur Koestler, Heinrich Mann, Aragon... Una auténtica antología de la vergüenza. Es verdad que muchos, al regresar de la URSS, como el mismo Gide, o Panait Istrati, escribieron al historia de su desengaño, pero aquellas páginas no lograrán jamás justificar ni hacer perdonar lo que antes habían escrito. La tragedia más grande y más sangrienta de todos los tiempos del hombre no encontraba, en la consciencia de aquella gente de la “rive gauche”, más que alabanzas baratas y elogios de mala muerte. Nunca el intelectual había decaído tanto.

En medio de una atmósfera de religiosa adoración de ”la patria del proletariado” se levantó entonces la voz de Simenon, al publicar una novela titulada Les gens d´en face (La gente de enfrente) donde describe las vivencias de un diplomático turco, Adil Bey, en Batum, ciudad situada en la orilla oriental del mar negro y centro de la producción petrolífera rusa. Nos encontramos en una atmósfera que recuerda hasta cierto punto la de las novelas coloniales de Graham Greene. En medio de un país más bien exótico, la pequeña colonia consular se aburre y trata de pasar el tiempo en amoríos o borracheras, mientras la gente de enfrente, los rusos aplastados por la revolución, buscan un pedazo de pan y hacen interminables colas ante las tiendas vacías. Las mujeres se prostituyen por un poco de café o de carne, con el consentimiento de los maridos, y éstos se inclinan ante el régimen y aceptan el
nuevo yugo, que acaba de sustituir, con otro nombre, al del zarismo.

El drama se desencadena en el momento en que Adil Bey se enamora de una mujer que vive en la casa de enfrente y que es Sonia, su propia secretaria, la cual hace todo lo posible para salir del país y buscar en Occidente lo que los rusos no han dejado de buscar desde 1917 a esta parte: un poco de libertad y de bienestar, cosas prohibidas, desde hace más de sesenta años, a los ciudadanos de la patria soviética. Pero el intento de Sonia es descubierto y la joven mujer será condenada a muerte, culpable de traición, mientras el cónsul turco regresará a su país, preguntándose, al final del libro,”¿cómo había podido vivir allí sin comprender desde el primer día que cada uno, en aquel país, vivía encerrado en su propia cárcel?” Batum le aparece de repente como un sitio lleno de sombras “lentas y resignadas”, moviéndose en un mundo sin sustancia, en el que cada pregunta desencadena “respuestas de una lógica rigurosa que a nada contestaban”.

Es una novela excelente, muy bien escrita, llena de observaciones valederas todavía, ya que poco ha cambiado en el espacio soviético desde los años treinta hasta hoy y, sobre todo, un libro que pone el dedo en la llaga metafísica del sistema. Podemos considerar a Simenon como uno de los precursores de la novela contemporánea capaz de habernos revelado el interior anímico y las entrañas físicas del universo comunista. El vacío y la mentira, el sacrificio inútil de los individuos y la cárcel transformada en hábitat cotidiano, lo que el novelista francés supo desentrañar en el alma de aquella geografía maldita, cuyo mérito máximo ha sido el de no haber cambiado, durante tanto tiempo, permanecer igual a si misma desde 1917 hasta hoy. Tampoco el infierno cambia.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)




sábado, 12 de mayo de 2007

Vargas Llosa y la revolución


He leído Historia de Mayta (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984) con cierta satisfacción política y, a menudo, con poca satisfacción literaria. Tropecé en cada página con aquel lema que un amigo, literario también, esgrimía hace años en su revista madrileña: “La revolución en Hispanoamérica es inevitable e imposible.” Profunda verdad y cada vez más actual y más dolorosa ya que lo inevitable se vuelve cada vez más imprescindible y lo imposible cada vez más pesado. Países como Argentina, Chile o Cuba, Nicaragua y El Salvador se han transformado con el tiempo, quiero decir con el tiempo del enfrentamiento entre las dos máximas potencias, en una especie de Jauja igualmente ambicionada por cada una de ellas. Y de esta rivalidad brotan todas las miserias de aquel mundo situado en el quinto día de la creación. Países ricos, donde abundan el trigo, el petróleo y el oro, pero también los creadores, los mejores novelistas del momento y donde unas élites ambiciosas, cultas y preparadas aumentan el caudal de inteligencia de la humanidad hasta niveles que ningún otro pueblo es hoy capaz de alcanzar, y donde hasta la raza del consumidor cultural es más amplia y más comprensiva, más curiosa de saber y conocer que en otros sitios más copetudos, como diría un argentino, países doblemente bendecidos por Dios, fracasan ante lo político y, subsidiariamente, ante lo económico. Su crisis, que es actualmente la de todos, alcanza allí cumbres de misteriosa insoportabilidad.

Aquel caos en permanente proceso de autoaumento parece ya sin solución. Y ni siquiera Argentina, para no hablar de un pobre Méjico víctima de su propio índice demográfico y de su falsa revolución, son capaces de dar marcha atrás y recuperar algo del terreno perdido en los últimos treinta años. Es una pena, una pena universal. Porque la revolución que tendría que liberar a los oprimidos y dar riqueza a los que ya la tienen pero no pueden utilizarla en su provecho, no significa sino caída en la trampa soviética, o sea, más miseria, más humillación, más caos y más incertidumbre. Como en Cuba, donde el ser humano ha sido transformado en carne de cañón soviética y donde comer constituye un problema cotidiano, peor quizá que en cualquier otro país del espacio realista-socialista. Si el capitalismo es explotador, el comunismo es destructor. Si el primero lo que aniquila es la existencia, el segundo se empeña en acabar con la esencia, como lo ha hecho ya en Rusia y como lo está haciendo en Polonia y Rumania, países clave de la Europa Central. Y quien no conoce la tragedia de América, quien no la haya visto desde dentro, no puede opinar ni tratar de encontrar soluciones, porque siempre tropezará con un muro de incomprensión y una montaña de ignorancia personal. Hispanoamérica es hoy tan gravemente sometida a la amenaza corruptora de uno y de otro, como lo es Europa oriental y central a la amenaza de uno. Ya que el otro, allí por lo menos, está lejos por su propia voluntad expresada en aquel límite de la vergüenza humana que ha sido Yalta. Pero es posible que haya pronto, si es que no lo ha habido todavía, un Yalta americano.

Es dentro de este debate donde es preciso colocar el drama de Mayta, el revolucionario maricón de Mario Vargas Llosa. Y es que resulta imposible llevar una vida correcta, tener una conciencia, prestigiar uno su propia honra, sin plantearse, en Lima o en cualquier otra capital de aquel mundo acelerado por la Historia hacia su propio desastre, el problema de la revolución. Puesto que sólo de esta manera la salvación aparece como posible. Si los gobiernos se suceden el uno al otro y nada cambia, entonces, lógicamente, hay que hacer la revolución con todos los riesgos. De la misma manera, supongo, se plantearán el mismo problema los polacos, los rumanos y hasta los rusos, ya que, para ellos también, desde el noveno círculo del infierno en que están viviendo, la única posibilidad de cambio, con todo el peligro evidente que esto supone, sería la revolución. Los polacos lo hacen dentro del espacio gótico, o católico, dinámico y fáustico dentro del que han desarrollado su historia; los rumanos, sofiánicos y ortodoxos, dentro de la resistencia pasiva y del sabotaje colectivo que está acabando con su economía y con las últimas energías de aquel pueblo, situado al margen ya de toda esperanza. ¿Qué esperanza pueden tener, en efecto, los seres como Mayta, en Perú, o los feligreses del padre Popielusko, en Polonia, o del padre Calciu en Rumania? Ninguna. (Me refiero, claro está, a las esperanzas relacionadas con el mundo terrenal, ya que las otras abundan en un sitio como en el otro.)

Mayta cae, pues, en la tentación revolucionaria. Es un anarquista, movido por las mejores intenciones, y organizará una revolución, junto con un subteniente del ejército y con un grupo de colegiales de Jauja, ya que Jauja existe en el Perú y fue capital de dicha república, antes de que fuese trasladada a Lima. Pero el intento será un fracaso total. Habrá algún muerto, arrestos, desengaños y el tiempo que pasa por encima su esponja asquerosa y sin fallos. El personaje que mueve la acción del libro es el escritor mismo, empujado por el deseo de reconstruir la vida de Mayta, a través de testimonios recogidos en los lugares mismos donde se había producido aquel hecho y entre las personas que habían conocido al protagonista. Sin embargo, Vargas Llosa, que maneja lo épico con tanta maestría y que ha escrito La guerra del fin del mundo, una de las novelas quizá más grandes de estos últimos años, no logra poner el dedo en la llaga. La inversión sexual de Mayta deshumaniza el asunto, transforma la minúscula gesta, parecida hasta cierto punto a la epopeya de la novela citada más arriba, desjustifica, por así decirlo, su actuación y la proyecta hasta horizontes más bien de libertinaje que de libertad. Es como pretender hacer la revolución para que todo el mundo tenga derecho a drogarse. Hay dentro de nosotros ciertos bajofondos de pureza con los que la revolución no tienen ningún contacto, y ya lo sabemos por qué. Todo ha sido corrompido, de un lado y de otro de la rebeldía, y no queda más que el arranque primario, o el afán de martirio en el nombre del cristianismo, como en Polonia, como situaciones límite donde lo revolucionario ha dejado de coincidir con la revolución, en el sentido clásico y pervertido de la palabra. Lo de Nicaragua me parece como la última prueba de la humillación, antes de que el sexto continente barra a todas las ideologías, a todos los partidos políticos y realice su salvación en un futuro de limpieza ejemplar para todos los pueblos. Es posible que el último espacio capaz de hacer esto sea precisamente Hispanoamérica, fuera de toda tradición revolucionaria. Pero, ¿quién se atreve a ello? Mayta no, de cualquier manera. Su esencia vital está carcomida, tanto como su inteligencia oscurecida por los libros de mala muerte que se ha tragado. No se puede ser revolucionario con Marx y Engels en la cabeza y con lo contra naturam en la trastienda del subconsciente.

Es así como Mayta no convence en un momento en que los lectores de Vargas Llosa esperaban una continuación de La guerra del fin del mundo en clave quizá más metafísica todavía. El autor, sin embargo, ha vuelto al naturalismo americano de los años veinte y treinta, depurándolo un poco, revivificándolo con su talento sin par, pero no del todo. El libro no alcanza nunca el interés apasionado que yo tuve al leer la historia brasileña de la novela precedente y que asumía de repente un valor universal. No, es una historia peruana, interesante y valedera desde el punto de vista de una especie de literatura social sin trascendencia, pero inválida desde el punto de vista de la gran literatura al que Vargas Llosa nos había acostumbrado. Todavía se mueven dentro del escritor algunos prejuicios y malas costumbres locales que apagan el fuego de su inspiración y nos devuelven a sus comienzos, ya sobrepasados por los años y por nuestra espera. Y pienso en la mejor novela antirrevolucionaria hispanoamericana que es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, cumbre de la más honda y más actual y permanente rebeldía ante el espectro goyesco de la represión presentada a los hombres bajo aspectos libertadores. Nada ha cambiado en el mundo desde el 2 al 3 de mayo, pero Carpentier se ha atrevido a decirlo. Y Vargas Llosa ha buscado quizás el mismo camino, sin dar con él, o sólo con una trocha, un sendero que no lleva a ningún sitio, ein Holzweg, como dijo una vez en un título inolvidable el maestro de Friburgo.

Y hay otro tema, como subsidiario, en Historia de Mayta: la imposibilidad de dar con la verdad cuando se procede desde el exterior del ser. El novelista que va buscando testimonios y testigos con el fin de reconstituir la aventura del revolucionario Mayta, al encontrarle, en carne y huesos, al final de la novela, se da cuenta de que, a lo mejor, todo el material que él había acumulado no respondía a la verdad. Mayta era otra persona. Tema tampoco muy novedoso y que no añade nada al libro, sino una duda más acerca de la necesidad existencial de esta creación, brillante accidente en la carrera de su autor.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


martes, 8 de mayo de 2007

Aniversarios vanguardistas


De octubre de 1924 es el primer Manifiesto del Surrealismo; y el 2 de diciembre de 1944 es cuando fallece en Milán, entre los estertores de la última guera, el fundador del futurismo italiano, Felipe Tommaso Marinetti. Los dos movimientos llenaron de sus ruidos la primera mitad de este siglo y todavía el arte y la literatura, por lo menos, viven de aquellos debates, como de todas las nuevas ideas aportadas a principios de nuestra centuria por los representantes de cubistas, dadaístas, expresionistas y de los dos mocvimientos citados más arriba. Entre aciertos y errores, todos los ismos vanguardistas tienen una enorme importancia en el marco de la evolución del espíritu, en el sentido de que apartan al hombre de los prejuicios materialistas y posotivistas del siglo pasado. En este sentido, el gran precursor fue Marinetti. Nacido en Alejandría de Egipto, en 1879, de padres italianos, realiza sus estudios en un colegio religioso de París y es en francés como redactará sus primeros versos y también el primer manifiesto futurista, aparecido en las páginas del Figaro en 1909, año en que publicará en Milán la llamada “novela antiafricana” titulada “Mafarka el futurista”, libro de escándalo que le llevará ante el tribunal, pidiendo el fiscal dos meses de cárcel para su autor, que logra la absolución debido a una hábil y estrafalaria defensa. Publicó “La batalla de Trípoli”, en 1912, y “Zan-tumb-tumb”, en 1914; “El aeroplano del Papa”, en 1922, y “Un vientre de mujer”, en 1930. La producción política de Marinetti se centra en otros manifiestos, como “Democracia futurista”, “Más allá del comunismo” o “Fascismo y futurismo” marcados todos ellos por un nacionalismo situado muy cerca del fascismo, por un anticomunismo del mismo estilo y por un anticatolicismo que, más tarde, logró apartarlo de su amigo Mussolini. Participó en todas las guerras italianas del siglo XX, desde la de Trípoli, pasando por la Primera Guerra Mundial, la de Etiopía y hasta la segunda mundial. Fiel a su fórmula, “la guerra es la única higiene del mundo”, y a su actitud viril, pegada a la técnica y, sobre todo, a la técnica de la guerra, Marinetti murió sin haber traicionado nunca sus ideas e ideales.

Inserto, pues, en la vida activa de su tiempo, su doctrina concentrada en sus manifiestos (hubo manifiestos futuristas de la pintura, de la arquitectura, de la música y hasta de la gastronomía) es todo lo que queda de él, mientras sus novelas y poemas se nos antojan amanerados, profundamente estropeados por una fidelidad al pie de la letra a unos cánones literarios más bien exhibicionistas que estéticos. Fue sin duda la pintura futurista la que dejó obras fundadoras en el marco del arte europeo y nombres como los de Balla, Boccioni, Severini, Soffici y otros dan cuenta de la seriedad de un intento destinado a romper los moldes naturalistas, a introducir en el arte pictórico la velocidad y la tercera dimensión, propósitos difíciles de alcanzar en un lienzo bidimensional, pero que constituyen el complejo anímico y las inquietudes de unos artistas preocupados por el dinamismo del arte y que desembocará más tarde en lo abstracto, que no es poco decir.

Muy importante en la historia del futurismo es su coincidencia vanguardista con el fascismo. Se puede decir cualquier disparate hoy con referencia al oscurantismo mussoliniano, pero una cosa es cierta: donde este movimiento de vanguardia, uno de los primeros en Europa, fue aceptado y hasta llevado a la Real Academia, fue en Italia, habiendo sido el periodista Mussolini amigo y admirador de Marinetti desde la publicación del primer manifiesto en 1909. Nunca se apartó el régimen de aquel conato de colaboración y nunca fue perseguido Marinetti o los suyos durante la era fascista. En cambio, al encontrarse Marinetti en Rusia, antes de 1914, gozó allí del apoyo de Mayakovski, el cual lanzó en aquella época un manifiesto de los futuristas rusos. Una vez estallada la revolución, en 1917, Mayakovski y los futuristas soviéticos, como Klebnikov y demás, trataron de hacer coincidir las metas del partido revolucionario en el poder con las de la vanguardia que ellos representaban. Después de una aceptación, por parte de Lenin, de los principios del futurismo, adorador de la técnica, como el comunismo, el conflicto estalló en seguida y fue prohibida cualquier manifestación futurista en la URSS. En 1929, desengañado por la revolución y sus rumbos reaccionarios, los campos de concentración, la muerte de los poetas, la miseria de los campesinos y de los obreros, Mayakovski se suicidó en un hotel, víctima de una opresión que continúa todavía, tantos años después. El comunismo no pudo colaborar con la novedad. Mientras el fascismo hizo suyos muchos de los ideales futuristas y colaboró en la renovación de las ideas del siglo, mucho más que el marxismo en el poder. Es un ejemplo muy ilustrativo y que pone de relieve la brillantez intelectual del fascismo, su existencia, como cauce de novedades favorables al ser humano y al artista, mientras el comunismo, al rechazar un ismo mucho más progresista que su doctrina heredada de los materialismos del siglo pasado, se transformó con el tiempo, ya bajo Lenin, en un gulag generalizado.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)




viernes, 4 de mayo de 2007

El destino de D. H. Lawrence


Un crítico norteamericano afirmaba hace unos años que: “Los grandes autores del siglo XX están considerados como reaccionarios desde el punto de vista político, y hay que reconocer que es así”. Muchos de ellos, continúa, se autoconsideran como fascistas o, por lo menos, como simpatizantes de las ideas conservadoras. Y cita a: Pound, Eliot, Yeats, Faulkner, Evelyn Waugh, Heidegger, Gottfried Benn, Thomas Mann, Céline, Giraudoux, Claudel, St. John Perse, Borges, Gombrowicz, alargando la lista con nombres de escritores que se habían pasado, de una posición más o menos izquierdista manifestada claramente en las obras y actuaciones de su juventud, a una posición muy reaccionaria en la segunda fase de su vida: John dos Passos, Eugenio Ionesco, Esenin, Mayakovsky, Samuel Beckett, Malraux, Camus y muchísimos más. ¿Y qué decir entonces del anticomunismo y antifreudismo expresado tantas veces por Kafka? Pero, si la derecha es todo esto, de la izquierda literaria no queda casi nada en pie. Se trata, sin embargo, de seleccionar al los auténticos escritores representando una derecha espiritualista, más cercana al cristianismo que a los caprichos personales de una actitud o de otra. ¿Hasta qué punto es de derechas Aldous Huxley? Lo es, sin duda alguna, Eliot. ¿Y quién ha sido más auténticamente de derechas en el marco de las letras hispánicas: Unamuno u Ortega? El militarismo de los dos los haría pertenecer al mismo grupo de ideas, pero creo que cada uno de ellos representa con brillo y genialidad a una derecha cristiana y a una derecha laica, respectivamente, que sólo se dan la mano en épocas de crisis y de miedo colectivo y se separan después. Con el mismo metro podríamos medir el derechismo o el reaccionarismo de Berdiaev y el de Keyserling.

¿Dónde situar exactamente a Lawrence? Su vida fue un continuo vagabundeo a través de los cinco continentes. Nació en 1885, en Inglaterra, donde, desde el pasado 11 de septiembre, su Eastwood natal no cesa de festejar el acontecimiento, y falleció en Vence, cerca de Niza, en 1930, agotado por una enfermedad que había contraído muy joven. Había sido la lectura de Schopenhauer y de Nietzsche un auténtico baño de pesimismo y de aprendizaje de lo heroico, que lo acercó más tarde tanto a ciertas posiciones no muy lejanas del nazismo, pero lo que caracteriza a Lawrence es más bien, por encima de lo político, un odio permanente que sabe dedicar con talento y perseverancia a la técnica, a la civilización industrial y a la pérdida por parte del hombre de ciertos valores tradicionales que garantizaban su libertad y su felicidad. Es así como Lady Chaterley se enamora de su guardabosques y traiciona a su marido, porque pretende renunciar a una vida falsa, al falso matrimonio, con el fin de rehacer la imagen del matrimonio natural, por así decirlo, en el marco de un amor que no es sólo sexo. El papel del sexo es sumamente importante en Lawrence, pero no hay que confundirlo con la pornografía gratuita de los mediocres de hoy, el sexo es amor, hace posible la recuperación de una antigua dignidad en el conocimiento, es una técnica de acercamiento a lo metafísico. La competición económica, de la que la civilización industrial ha hecho un fin en sí mismo, representa una limitación del ser, un alejamiento, pues, de lo que somos en realidad. Lo que domina a nuestra época son los falsos sentimientos en el marco de un sentimentalismo vinculado a los espectáculos, al cine, a la radio, más tarde a la televisión. Los seres humanos practican un sentimentalismo transferido, imitado, inauténtico, se vuelven cada vez más ajenos al sentimiento. Amar realmente, a través del sexo, o empezando por él, nos vuelve a insertar en lo global, nos separa de las parcialidades de la sociedad industrial. Toda la vida de Lawrence se ha desarrollado alrededor de esta búsqueda, que fue una lucha, llevada a cabo, de una manera o de otra, por todos los reaccionarios del siglo, verdaderos libertadores del ser humano, opuestos el esclavismo, de un matiz o de otro, de los mal llamados revolucionarios, adheridos a la falsa revolución, destructora de libertades y de autenticidades.

Creo que una posibilidad correcta de enfocar la doctrina de Lawrence es la de estudiarlo bajo la luz del expresionismo alemán. Fue, en efecto, aquel movimiento, que surge hacia el año 1906, en Munich y en Dresde, quien dio al arista y al escritor la consciencia del peligro relacionado con la ciudad, la industria, la separación entre el hombre y la naturaleza. Resulta fácil encontrar posiciones muy parecidas, si comparamos a Lawrence con los cánones expresionistas. Tanto Rilke como Kafka y Thomas Mann cruzan el expresionismo y se dejan influenciar por sus apetitos y sus fobias. Pero es esta tendencia y esta búsqueda de lo auténtico lo que más los aproxima. También la lectura de Freud influyó en Lawrence hasta tal punto que fue definido y enfocado a través de ella. Hasta en Joyce y en Thomas Mann encontramos huellas freudianas, pero resulta hoy evidente que el amor, tal como Lawrence lo concibe, es algo más que libido sensualista,. El amor como fundamento y como técnica de conocimiento nos sugiere más bien dependencias surrealistas y, a través de ellas, volvemos a Dante y a la Edad Media, más bien que a Freud. Fue Lawrence un escritor demasiado inteligente y complejo como para encasillarlo dentro de los lugares comunes de nuestro siglo. Su mismo espíritu reaccionario lo libera de cualquier inferioridad izquierdizante.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 1985


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